domingo, 11 de enero de 2009

(2) La economía capitalista al borde de la depresión

La economía capitalista mundial
al borde de la depresión


Un sistema condenado a desaparecer


HÉCTOR ERGENTO

INTRODUCCIÓN

La crisis económica está sacudiendo
la estructura del sistema capitalista
mundial. Cuando escribimos
estas líneas el terremoto se agrava. Ninguna
de las medidas tomadas por los
gobiernos imperialistas logra frenarlo,
lo que abre una crisis política en las
cúpulas del máximo enemigo de la clase
obrera internacional. La crisis económica
y política, extiende en todo el planeta
las posibilidades de agudización de
la lucha de clases, focalizada hasta
ahora en la insurgencia antiimperialista
en Irak y Afganistán.
Los socialistas revolucionarios y la
vanguardia obrera, estudiantil y popular
debemos prestar mucha atención al
desarrollo de la crisis económica, puesto
que tendrá profundas consecuencias
para la lucha de clases en todos los países.
Máxime cuando en marzo de 2008
aparecieron en los diarios palabras que
antes se cuidaban mucho de usar, como
tembladeral, tsunami y terremoto; en
septiembre se empezó a hablar de pánico,
colapso y corrida, y en octubre se
vieron obligados a mencionar cada vez
más la palabra temida: «depresión».
En medio del tembladeral es difícil
pronosticar con certeza el desenlace,
pero lo más probable es que la crisis
desemboque, efectivamente, en una
depresión mundial. Si así sucede, se
agravarán hasta grados inconcebibles
todos los males de esta época caracterizada
por la descomposición del capitalismo
imperialista.
• Los trabajadores sufrirán embestidas
aun peores que las actuales
contra sus sueldos y condiciones
de trabajo.
• La desocupación, con sus secuelas
de miseria y marginación
social, crecerá vertiginosamente.
• Millones de jubilados quedarán
sin ingreso alguno al perder sus
ahorros de toda la vida y multitud
de familias perderán sus
viviendas, su acceso a la salud y
la posibilidad de educar a sus
hijos, todo devorado por el agujero
negro del capital financiero.
• Los países atrasados se verán
enfrentados a un recrudecimiento
de la ya bestial ofensiva colonizadora
mediante la cual las
potencias imperialistas buscan
acrecentar la expoliación de sus
recursos naturales, el saqueo y
destrucción de sus infraestructuras
económicas y la explotación
de sus pueblos.
• Los trabajadores inmigrantes
serán víctimas de intentos de hitleriana
memoria de someterlos a un
régimen de trabajo esclavo.
• Los pueblos del mundo serán
degradados cada vez más a víctimas
pasivas o a carne de cañón
en guerras de colonización imperialista
o entre naciones o entre
fracciones burguesas dentro del
propio país, porque es la guerra
el recurso último de la burguesía
cuando no puede satisfacer su
insaciable voracidad de ganancias
por otros medios.
• Y para imponer todo esto, las
libertades democráticas serán
cada día más avasalladas, si no
directamente eliminadas de
cuajo, por regímenes totalitarios,
bonapartistas o fascistas.
Los marxistas revolucionarios hemos
insistido en que éste es el futuro que
tiene reservado a la Humanidad el sistema
capitalista en decadencia. Lo hicimos
durante toda la década de los años
90, cuando nuestros alertas y denuncias
sonaban a repetición dogmática de
una doctrina empeñada en negar la realidad
de ese período de crecimiento
económico en los países imperialistas
y de crisis profundas pero acotadas en
la periferia, y cuando una legión de
«marxistas» –revisando a Marx, Lenin
y Trotsky– se hacían eco de la propaganda
burguesa sobre la perspectiva
dorada que tenía el sistema capitalista
para sacar la conclusión teórica y práctica
–en algunos casos sólo práctica–
de que se había abierto un período
reformista en el que lo único que se
podía y debía hacer era luchar por consignas
mínimas, económicas y democráticas.
Lo volvemos a afirmar ahora,
cuando el salvajismo imperialista en
Oriente Medio y por doquier es noticia
cotidiana, y cuando las primeras consecuencias
de la actual crisis se han empezado a sentir en
a llamada «economía real», es decir,
en la producción
y el consumo, en el empleo y los salarios.

Nuestro objetivo es, parafraseando
a Lenin, hacer comprensible para los
explotados y los revolucionarios del
mundo entero «la catástrofe que nos
amenaza y cómo combatirla».
El cómo combatirla es sencillo de
enunciar pero requiere de inmensos
esfuerzos y sacrificios para llevarlo a
cabo: hay que responder a la ofensiva
capitalista-imperialista con levantamientos
obreros y populares liderados
por partidos marxistas revolucionarios
que guíen a la clase trabajadora a la
toma del poder; en síntesis, hoy es más
imperiosa que nunca la necesidad de
hacer la revolución socialista en todos
los países y construir los partidos y la
Internacional capaz de conducirla a la
victoria.
Pero la revolución, según afirmaron
siempre nuestros maestros, no es
sólo un arte; también es una ciencia.
Comprender en qué consiste la actual
crisis económica mundial, cómo se
generó, cuál es su dinámica y cuáles
sus consecuencias apelando a las
herramientas teóricas del marxismo es,
pues, un elemento fundamental para
saber cuál es «la catástrofe que nos
amenaza».

ACIERTOS IMPORTANTES Y
ERRORES A CORREGIR

Hace casi una década escribimos
un artículo titulado «La crisis económica.
Sus causas y tendencias. Su relación
con la lucha de clases»1 (en adelante,
«La crisis económica…»). Con
el pasar de los años y un mejor estudio
de la realidad fuimos descubriendo
que habíamos cometido algunos
errores importantes. No intentaremos
corregir todos sino sólo aquellos que
tengan que ver con el contenido de
este artículo.
Uno de esos errores fue desconocer
el gigantesco respiro que había significado
para la economía capitalistaimperialista
mudial en crisis crónica la
restauración del capitalismo en los
Estados obreros, particularmente en
China. Éste es uno de las temas centrales
que abordaremos.
Otro error, en este caso de pronóstico,
fue nuestra afirmación de que lo
más probable era que la crisis en curso
en esos días, con epicentro en Asia
Pacífico, desembocara en una recesión
mundial similar a la Gran Depresión
de los años 30, gatillada por la prolongada
recesión en Japón. Eso no se
dio, y ahora, cuando la crisis estalló en
Estados Unidos, el corazón de la economía
mundial, se propagó instantáneamente
a Europa y se extiende rápidamente
al mundo entero, queda en
evidencia que las crisis de entonces (de
México, de los Tigres asiáticos, de
Rusia, de Brasil, etcétera), pese a toda
su gravedad, eran periféricas y no bastaban
para descalabrar el sistema capitalista-
imperialista.
Hay otros errores a los que no nos
referiremos porque no hacen al contenido
de este artículo, y seguramente
habrá otros que por el momento no
alcanzamos a descubrir.


Sin embargo, seguimos pensando que
la línea general de análisis de aquel artículo
fue acertada. Para remitirnos sólo a
la crisis de la economía capitalista-imperialista
mundial, seguimos sosteniendo
que su tendencia es hacia una profunda
recesión o depresión, diferente de los
picos de crisis que se produjeron desde
fines de la Segunda Guerra Mundial
hasta la década del 90. Si alguna duda
cabía cuando elaboramos aquel artículo,
hoy es evidente que las características y
síntomas de la crisis actual se asemejan
cada vez más a la de los años 30.
Y seguimos opinando, también, que
se trata de crisis de sobreacumulación de
capital, en los términos definidos por
Marx en El capital y desarrollados y corregidos
por Nahuel Moreno con el empleo
de la categoría de «capital gaseoso».
* * *
En la primera parte de este artículo
veremos el desarrollo de la crisis como
fenómeno, es decir, como sucesión de
acontecimientos. Esta secuencia temporal
aparenta expresar relaciones causaefecto:
la crisis hipotecaria en Estados
Unidos causó una crisis de todo el sistema
financiero, que causó una crisis bursátil,
que causó la crisis de toda la economía.
Pero no es así. La crisis bursátil,
por ejemplo, es sólo un síntoma de la crisis
general de la economía, igual que la
fiebre en un ser humano. Se puede bajar
la fiebre sumergiendo al enfermo en agua
helada, pero eso no cura la enfermedad.
Hegel nos enseñó a distinguir apariencia
de esencia y fenómeno de sustancia.
En la segunda parte abordaremos
el carácter y las causas reales de la crisis,
su esencia o sustancia, que no es ni más
ni menos que la descomposición del sistema
capitalista en su etapa imperialista.
En la tercera parte pondremos a la crisis
económica en el marco de la lucha
interimperialista por el reparto del
mundo. Y en la cuarta, a modo de conclusión,
explicaremos por qué el capitalismo
es un sistema condenado a perecer
y qué tareas deben encarar los revolucionarios
en esta situación.


I
El desarrollo
de la crisis
La gran «lumpeada»
de las hipotecas yanquis

Desde hace más de una década, el
pueblo norteamericano dispuso de crédito
abundante y barato, e hizo uso de él
para comprar de todo: autos, electrodométicos,
viajes turísticos… y casas. La
casa no es algo de poca importancia para
una familia norteamericana; junto con
–o por encima de– el auto y el dinero
para pagar la educación de los hijos, ser
propietario de la vivienda es el objetivo
principal del trabajo de toda la vida. Y
basta con ver las series televisivas para
darse cuenta de que durante años la preocupación
permanenente de un norteamericano
medio es pagar las cuotas de la
hipoteca que contrajo para comprarla.
Por razones que analizaremos más
adelante, el flujo de «liquidez» (o sea,
de dinero) hacia el sistema bancario y
financiero en general de Estados Unidos
dio un salto gigantesco durante los
años 90. Tanto era el dinero que los bancos
y financieras tenían dificultades para
colocarlo. Y allí comenzó la «lumpeada
» de los financistas con las hipotecas.
(Nos explicamos: en la Argentina se usa
este término para decir que una conducta
es total y absolutamente irresponsable,
propia de un lumpen, o sea,
un desclasado, un marginal.)
La lumpeada consistió, en primer
lugar, en conceder créditos hipotecarios
a cualquiera que lo solicitara, tuviera o
no los ingresos suficientes para pagar las
cuotas. Bastaba con que el solicitante
declarara sus supuestos ingresos para
que la entidad bancaria o financiera
aprobara el crédito, sin molestarse
siquiera en averiguar si la declaración
era verdadera o falsa. Así aparecieron
infinidad de hipotecas subprime, es
decir, de alto riesgo porque nada garantizaba
el cobro de las cuotas.
Para empeorar las cosas, las entidades
que otorgaban esos créditos se lanzaron
a engatuzar a sus víctimas ofreciéndoles
cuotas muy bajas, pero sin
aclararles que el monto de cada cuota
sólo alcanzaba para pagar los intereses
y nada del capital. De manera que el
ingenuo comprador –que no estaba
capacitado para entender la «letra
chica» de los contratos– podía pasarse
años y años pagando cuotas y siempre
debía lo mismo: el precio de la casa,
cuando no más.
Siguiendo con la estafa, los bancos
y financieras ofrecieron –por supuesto,
también con cuotas iniciales bajas– créditos
hipotecarios a tasa variable, es
decir, con una tasa inicial baja pero que
se podía aumentar.
Así fue como millones de norteamericanos
tuvieron su casa… o creyeron
tenerla.
Pero esto no fue todo. La «liquidez»
mundial era tan fenomenal que los
financistas del mundo entero buscaban
afanosamente dónde colocar ese capital
para que les diera ganancias. La
desesperación era tan grande que, por
ejemplo, compraban títulos de deuda
(bonos estatales) de los «países emergentes
», los que, por ser más riesgosos
que los de un país imperialista, pagan
intereses mucho más altos. Subieron así
las cotizaciones incluso de los bonos
de un país como la Argentina, que se
había declarado en default –o sea, que
no podía pagar sus deudas– después de
la crisis de 2001.
Después de que reventó la burbuja
de las «punto com» (las «tecnológicas»
que cotizan en el Nasdaq), esa desesperación
llevó a cinco jóvenes CEO (chief
executive officer – jefes ejecutivos o
gerentes) de Wall Street, empleados de
bancos comerciales y de inversión de primer
nivel, a convertir la lumpeada hipotecaria
estadounidense en una gran lumpeada
mundial. Greg Lippman, del
Deutsche Bank, invitó a un after hour
(encuentro informal fuera del trabajo) a
Rajiv Kamilla, de Goldman Sachs; Todd
Kushman, de Bear Stearns, y dos amigos
más, uno de Citibank y otro de J.P. Morgan.
Quienes luego serían conocidos
como el «Grupo de los 5» se reunieron
durante unos meses todos los martes de
17 a 20, hasta que pusieron a punto un
nuevo «instrumento» financiero, aprovechando
que el precio de las viviendas
subía raudamente: hacer «paquetes» de
hipotecas (de todo tipo: buenas, mediocres
y subprime). La cosa seguía así:
[…] los bancos «titularizaban»
[emitían un papel] en un paquete
común los millones de hipotecas y las
vendían a otra entidad. Antes […] limpiaban
las cuentas del pasivo bancario.
Los bancos de inversión ofrecían
bonos hipotecarios a clientes particulares
o fondos de inversión, y así se fue
generando una cadena de pagos sobre
créditos que no tenían respaldo, sino el
eventual cumplimiento del último eslabón,
los millones de deudores hipotecarios
que […] ignoraban todo esto.2
El mercado financiero recibió esos
bonos ávidamente, para cobrar los jugosos
intereses, para venderlos más caros
a partir de que la demanda aumentaba,
y para ofrecer una y otra vez el mismo
paquete tóxico como garantía para
obtener créditos y más créditos.
Todas estas operaciones fueron avaladas
por otros lúmpenes: las «calificadoras
de riesgo». Estas empresas se dedican
a medir el grado de riesgo de las entidades
financieras y de la infinidad de
«instrumentos» financieros que andan
circulando de aquí para allá, a cada uno
de los cuales le ponen una «nota», como
si se tratara de calificar a un alumno.
Pues bien, esas calificadoras de riesgo
premiaron a toda esa mezcolanza de
«instrumentos» y a las instituciones
financieras que operaban con ellos con
la «nota» AAA, equivalente a un «excelente
». «Los bonos […] tenían las mejores
notas de Standard & Poor’s o
Moody’s y estaban asegurados por las
casas más serias del mundo»3


DEL ESTALLIDO DE LA
«BURBUJA» INMOBILIARIA A LA
CRISIS FINANCIERA MUNDIAL

No sólo se especulaba con las hipotecas;
todo tipo de papeles entraban a
circuitos similares. Sumando todos
estos papeles, al día de hoy, «hay 63
billones [millones de millones] de dólares
en derivados como estas “hipotecas
basura”»4.
Todo transcurría en el mejor de los
mundos hasta que la bomba estalló. En
agosto de 2007, dos entidades dedicadas
a dar créditos hipotecarios, subsidiarias
a su vez de Bear Stearns, uno de los bancos
de inversión más importantes de
Estados Unidos, se declararon prácticamente
en cesación de pagos, al borde la
quiebra. ¿Qué había pasado? En la curva
ascendente de esta locura, la fiebre hipotecaria
generó una gran demanda de
casas, la construcción creció, etcétera,
etcétera… pero los precios de las casas
también subieron, y subieron las cuotas
y finalmente millones de norteamericanos
no pudieron pagar sus cuotas o, aun
pudiendo, decidieron no hacerlo porque
iban a terminar pagando muchísimo más
que el valor de la vivienda. Todo lo cual,
provocó la caída de los precios de las
propiedades y la consiguiente desvalorización
de las hipotecas, convirtiendo a
toda esa masa de papeles en algo parecido
a cheques sin fondo.
Allí comenzó la curva descendente,
mejor dicho, la caída en picada y sin
paracaídas. Las entidades que dejaban
de recibir las cuotas pedían dinero prestado
a los bancos para no quebrar. Pero
los bancos también estaban en problemas
porque sus «activos» estaban
repletos de esos paquetes de hipotecas,
cuyo valor ahora se desmoronaba, de
manera que, lejos de prestar dinero a
las entidades en apuros, eran ellos los
que buscaban que otro banco les prestara.
Pero el otro banco, incluso si no
estaba contaminado por el veneno
hipotecario –si es que tal cosa existe–,
no les quería prestar porque no tenía
garantías de que el enfermo les devolviera
el préstamo. Por supuesto, lo hacían
a la manera «elegante»: «Te prestamos,
pero como estás con pronóstico
reservado, te cobraremos tanto de interés
»… y allí venía la cifra fatal. La tasa
de interés del llamado call money –los
préstamos que se hacen habitualmente
los bancos unos a otros para solucionar
problemas coyunturales de liquidez–
se fue a las nubes.
La consecuencia fue que –como
dicen los economistas burgueses– el
crédito «se secó». Nadie le quería prestar
a nadie, no sólo a las entidades
financieras, ¡a nadie! La situación llegó
hasta tal punto que un analista afirmó
que si la General Electric –una de las
cinco empresas más grandes del planeta–
necesitaba un crédito para instalar
una nueva fábrica, no la iba a construir
por el enorme interés que debería
pagar. Y sigue así –o peor– hasta ahora.
La situación del sistema financiero
norteamericano se hizo crítica. Bear
Stearns, prácticamente en quiebra, fue
«rescatado» por el gobierno yanqui
para luego venderlo a precio de ganga
a J. P. Morgan. Citigroup, Merrill Lynch,
Wachovia y una decena más de entidades
financieras quedaron técnicamente
al borde de la quiebra, puestas bajo
vigilancia por el Estado. Fannie Mae y
Freddie Mac –dos entidades paraestatales
que detentan más de la mitad del
mercado hipotecario– tuvieron que ser
salvadas de la quiebra por el Estado al
costo de 200.000 millones de dólares;
fue el «rescate» más grande de la historia…
hasta el momento.
La crisis no quedó limitada a Estados
Unidos sino que se trasladó velozmente
a Europa. En Inglaterra, el
banco Northern Rock de hecho quebró
cuando sufrió la primera corrida
que se produce en ese país desde hace
140 años, con colas de ahorristas exigiendo
que les devolvieran sus depósitos;
finalmente el gobierno británico
lo estatizó, es decir se hizo cargo del
muerto para evitar que una seguidilla
de corridas hiciera colapsar al resto del
sistema financiero inglés. En Francia
quedó en capilla el banco Société
Générale, uno de los más grandes del
país, después de un denominado «desfalco
» que, más allá de los métodos
non sanctos del operador que lo ejecutó,
se inscribe dentro de las histéricas
operaciones con los activos de alto
riesgo. En España quebró la empresa
inmobiliaria más importante; la construcción
–que fue el motor principal
de su prosperidad durante los últimos
años– se derrumbó, y el país entró en
recesión. Y en estas últimas semanas,
los gobiernos y los bancos centrales de
Inglaterra, Alemania, Francia, España,
Irlanda se vieron obligados a estatizar
–total o parcialmente– entidades fundidas
y/o a inyectar dinero en el sistema
financiero para prevenir nuevas
quiebras y/o a subir la garantía de los
depósitos para intentar evitar la terrible
amenaza de una corrida masiva.
Volviendo a Estados Unidos, quedaron
en la picota las compañías reaseguradoras,
que son las que aseguran
operaciones financieras… y aseguraron
toda la lumpeada hipotecaria confiadas
en la calificación AAA de las calificadoras
de riesgo. Y como si todo esto
fuera poco, también están en capilla
Visa, Mastercard, American Express y
demás emisoras de tarjetas de crédito,
por lo ya dicho sobre la renuencia de
los norteamericanos a seguir endeudándose,
lo que ha provocado que se pasen
cada vez más al método de juntar plata
primero y comprar al contado después.
Si esta tendencia sigue, las consecuencias
directas sobre el comercio
–e indirectas sobre la producción de bienes–
serán devastadoras.
Toda esta debacle ha tenido su
reflejo en las Bolsas de todo el mundo.
Los comentaristas financieros dicen
que allí la cosa está muy «volátil».
Efectivamente, los gráficos del desempeño
bursátil muestran unos espectaculares
«serruchos», en los que los
días «negros» (ya ha habido lunes,
martes, miércoles, jueves y viernes
negros) se alternan con bruscas subidas.
Pero no es simple volatilidad histérica:
los serruchos apuntan en una
sola dirección: hacia abajo. Entre septiembre
de 2007 y septiembre de 2008,
la caída de las Bolsas más importantes
oscilaba entre un 30% y un 50%.
La mayor de todas, la de Nueva York,
había caído un 30%: de 14.000 a 11.000
puntos (cifras aproximadas). Y luego
vinieron las «semanas negras» de
octubre, durante las cuales continúa
la debacle.

DE LA CRISIS FINANCIERA A LA
CRISIS ECONÓMICA MUNDIAL

A medida que el pánico avanzaba,
todos los sectores de la economía iban
sufriendo las consecuencias, aunque a
un ritmo desigual.
Al principio estaban en la gloria los
sectores agropecuario y extractivo, debido
a que los precios de las commodities
que producen –por ejemplo, la soja, el
petróleo y los minerales– aumentaron
fenomenalmente. Pero eso ocurrió porque
el capital financiero –que huía despavorido
del mercado hipotecario–
compraba esos bienes «a futuro», es
decir, especulando con que, si los precios
venían subiendo, seguirían subiendo.
Se generaron así nuevas «burbujas»
idénticas a la que se acababa de desinflar…
que también se pincharon estrepitosamente
en unos pocos meses.
En Estados Unidos, detrás del sector
financiero se resintió el comercio,
porque la población se asustó por la
situación, recurrió cada vez menos a la
compra a crédito y empezó a consumir
menos. Este último dato tiene implicaciones
mundiales, ya que los yanquis
consumen el 25% de todo lo que se
produce en el mundo y el 70 % de lo
que se produce en Estados Unidos.
El más lento en entrar en descenso
fue el sector industrial, hasta que el
maremoto llegó también a sus costas.
Varias empresas de primera línea,
como la General Motors, reclamaron
ayuda gubernamental amenazando con
ir a la quiebra. Simultáneramente,
comenzó un crescendo de despidos,
con el consiguiente aumento del
desempleo. El 24 de octubre, el diario
Clarín de Buenos Aires titulaba: «SE
DESATA UNA OLA DE DESPIDOS EN ESTADOS
UNIDOS POR LA CRISIS», y seguía:
En los útlimos días se acentuó la
tendencia a despedir grandes cantidades
de empleados en industrias tan
diversas que van desde los laboratorios
medicinales hasta las tecnológicas.
El Departamento de Trabajo estadounidense
anunció ayer que en la
última semana se habían presentado
478.000 solicitudes de ayuda por
desempleo […]
Si sumamos los datos que dio el
mismo diario el 31 de octubre, tenemos
las siguientes cifras:

MERCK (laboratorio) 7.200
AMERICAN EXPRESS (financiera) 7.000
WHIRLPOOL (electrodomésticos) 5.000
NATIONAL CITY (financiera) 4.000
PEPSICO (bebidas) 3.300
GOLDMAN SACHS (financiera) 3.260
MOTOROLA (electrónica) 3.000
YAHOO (tecnológica) 1.500

Estos números corresponden sólo a
los despidos anunciados oficialmente
por algunas empresas en esos días en
Estados Unidos, no a decenas de anuncios
similares formulados antes y menos
aún a la totalidad de despidos que ya se
produjeron «en silencio» en miles de
empresas. Algunos no incluyen los despidos
que harán las filiales de esas transnacionales
en otros países (la General
Motors, que anunció «sólo» 1.600 despidos
en Estados Unidos, acaba de despedir
a 500 trabajadores de su planta en
la Argentina). Tampoco reflejan que
toda la industria automotriz está atrapada
en la crisis: General Motors, Ford
y Chrysler en Estados Unidos, Volvo y
Scania en Suecia, Renault y Citroën-
Peugeot en Francia… Si se concreta, la
fusión que están negociando General
Motors y Chrysler provocaría ¡entre
25.000 y 35.000 despidos!
En Europa y Japón pasa exactamente
lo mismo con la «economía
real», y otro tanto ocurre en gran parte
de los países atrasados.
Ya no se discute si habrá o no recesión
en los países imperialistas. Los más
optimistas dicen que será breve mientras
las pesimistas pronostican que durará un
par de años. Pero poco a poco aparece,
cada vez con más frecuencia, la palabra
«prohibida»: depresión.

CAMINO HACIA EL ABISMO

La dinámica hacia la profundización
de la crisis es evidente, lo que no
obsta para que los economistas y los
medios burgueses hagan denodados
esfuerzos por relativizarla o directamente
negarla a cada paso. Cuando la
Reserva Federal bajó una y otra vez la
tasa de interés para inyectar dinero en
el sistema, dijeron que con eso la crisis
llegaba a su piso y comenzaba la
recuperación, pero no fue así. Lo
mismo dijeron cuando fue rescatado
Bear Stearns, y de nuevo se equivocaron.
El mes de setiembre fue catastrófico.
Cuando el Estado yanqui rescató a
Fannie Mae y Freddie Mac, se escuchó
un gran suspiro de alivio… pero casi
enseguida la Bolsa sufrió otro día negro
cuando Lehman Brothers, una financiera
de primera línea, no consiguió
auxilio estatal ni quien la comprara, y
directamente quebró. Simultáneamente
cundía el pánico ante la posibilidad
de que también quebrara Merryll Lynch,
salvada a última hora cuando el Bank
of America decidió comprarla. Y horas
después, AIG, la aseguradora más grande
de Estados Unidos y una de las
mayores del mundo, contrataba a un
estudio de abogados para que prepararan
la declaración de quiebra; la Reserva
Federal –que había dejado caer a
Lehman Brothers para indicar que ya
no estaba dispuesta a seguir salvando a
los «especuladores irresponsables»–,
giró en redondo y prácticamente la estatizó
comprando el 80% de sus acciones.
Esta última medida pretendió «tranquilizar
a los mercados» mostrando que
permitir la quiebra de Lehman Brothers
había sido un paso en falso y que el
gobierno estaba decidido a no dejar caer
ninguna otra institución financiera
importante. Pero tuvo el efecto contrario:
si AIG ya era inviable, ¿cuántos
gigantes financieros estaban en la misma
situación? Wall Street sufrió el derrumbe
más grande desde los ataques a las
Torres Gemelas, arrastrando tras de sí a
todas las Bolsas del planeta; la rusa sufrió
tales bajas que tuvo que interrumpir sus
operaciones en varias oportunidades. El
desplome parecía inevitable.
Aterrorizado, Bush propuso una
medida extrema: que el Estado yanqui
pusiera 700.000 millones de dólares
para comprar los «activos incobrables»
(las hipotecas subprime y sus derivados,
pero también todos los demás), de
manera de «limpiar» los balances de
las instituciones financieras y, por esa
vía, evitar nuevas quiebras. Instantáneamente
las Bolsas del mundo entero
comenzaron a subir a saltos… y la
rusa tuvo que volver a interrumpir sus
operaciones porque estaba subiendo
demasiado.
Pero había un problema: esta medida
debía ser aprobada por el Congreso.
Aunque republicanos y demócratas
coincidían en que había que salvar el
sistema financiero, senadores de ambos
partidos se negaron a dar semejante
cheque en blanco al gobierno y plantearon
condiciones. Y de nuevo bajaron
las Bolsas. El 24 de septiembre, Clarín
de Buenos Aires titulaba: «LA INDEFINICIÓN
SOBRE LA AYUDA EN EE.UU. HIZO
CAER TODAS LAS BOLSAS».
El presidente de la Reserva Federal,
Ben Bernanke, y el secretario del Tesoro,
Henry Paulson, tuvieron que presentarse
ante la Comisión de Servicios
Financieros de la Cámara de Representantes
estadounidense para defender la
propuesta. El propio presidente lanzó un
discurso a todo el país explicando que si
su medida no era aprobada se venía una
seguidilla de quiebras de bancos y un
colapso del sistema financiero yanqui y
mundial, seguido por una catástrofe de
la «economía real», es decir, de la producción,
el comercio y el consumo.
Luego, en un hecho inédito en la
historia estadounidense, se reunieron
el presidente Bush, los candidatos a
presidente Barack Obama (demócrata)
y John McCain (republicano) –en plena
campaña electoral y a un mes de las
elecciones– y congresistas demócratas
y republicanos. Hubo gritos, y el
encuentro terminó sin acuerdo.
Uno de los puntos fundamentales
de disidencia, compartido por figurones
de ambos partidos, eran los superpoderes
que el proyecto pretendía otorgar
a Paulson para que usara discrecionalmente
los 700.000 millones. El
secretario del Tesoro –que, ¡o casualidad!,
antes había sido jefe de Goldman
Sachs– acababa de autorizar a esta
financiera y a Morgan Stanley –los dos
grandes bancos de inversión sobrevivientes–
a que pasaran a la categoría de
bancos comerciales, lo que les permitiría
adquirir a precio de ganga papeles
incobrables y/o entidades propietarias
de esos papeles «tóxicos», para luego
vendérselos al Estado a precio mayor,
quedándose así con una suculenta porción
de los 700.000 millones.
Otra razón de las trabas al proyecto
presidencial fue el cálculo electoral.
El anuncio del plan Bush generó, al
decir unánime de los medios, un masivo
rechazo a la idea de salvar a Wall
Street con los impuestos pagados por
el pueblo norteamericano. Muchos
legisladores republicanos y demócratas
no quisieron asumir semejante fardo de
impopularidad a semanas de unas elecciones
en las que debían revalidar sus
mandatos.
Para quebrar esas resistencias, los
popes demócratas y republicanos pergeñaron
una versión corregida del proyecto
de Bush. Obama y McCain pidieron
a los congresistas que lo apoyaran
y el «mercado» –es decir, los voceros
de los especuladores financieros y bursátiles–
acusó al Congreso de padecer
de una «ceguera económica» que le
impedía ver que el tiempo se había acabado:
o se aprobaba esa propuesta o el
desastre era cuestión de días, si no de
horas. Pero el nuevo proyecto fue
rechazado en una votación en la que la
mayoría de los senadores republicanos
y una importante minoría de los demócratas
se sublevaron contra las órdenes
de sus respectivos jefes partidarios.
La consecuencia: una caída universal
de las Bolsas, que en el caso de la
de Nueva York fue récord histórico (en
puntos, no en porcentaje). Esta vez fueron
la brasileña y de nuevo la moscovita
las que se vieron obligadas a suspender
las operaciones.
Finalmente, el Congreso norteamericano
terminó aprobando el proyecto
de Bush con una montaña de modificaciones,
agregados y condicionamientos.
La «recuperación de los mercados»
parecía a la vuelta de la esquina… pero
ocurrió todo lo contrario. Día tras día,
los medios masivos ponian en escena
una especie de «culebrón» o «reality
show» financiero que seguía la siguiente
secuencia, a medida que la crisis
recorría el huso horario: «Se hunden la
Bolsas asiáticas, se hunden las Bolsas
europeas, se hunde Wall Street». Y eso
es lo que siguió ocurriendo durante las
primeras semanas de octubre.
El peligro de que los grandes bancos
fueran a la quiebra y, por ende, de
una nueva Gran Depresión mundial
estaba a la vuelta de la esquina. El G7
(grupo de los siete países más industrializados),
el G8, el Grupo de los 20,
el FMI, el Banco Mundial, en síntesis,
las instituciones en las que se juntan
las cúpulas económicas de los países
imperialistas y las semicolonias más
importantes, se reunieron de emergencia
y lograron acordar un compromiso
de que bajo ningún concepto
dejarían caer a los grandes bancos. El
acuerdo llegó sólo hasta esa declaración
de intenciones «estratégicas»;
salvo una baja de las tasas de interés,
no se estableció ninguna política concreta
común: cada país haría el salvataje
a su manera.
La primera respuesta fue una nueva
caída de las Bolsas, hasta que en la tercera
semana de octubre se dio una leve
recuperación, seguida de un convulsivo
sube y baja bursátil de resultado final
negativo que continía hasta el momento
en que cerramos este artículo.
Quizás en algún punto la crisis
financiera se frene. Pero ¿cuánto tiempo
durará la «tranquilidad de los mercados
», o sea, la voluntad de los apostadores
de la ruleta financiera de seguir
jugando? La calificadora de riesgo
Standard & Poor’s, cuya confiablidad
es indiscutida –por ahora–, es pesimista.
El 20 de septiembre, Clarín de Buenos
Aires titulaba: «Pronóstico sombrío
para lo que resta del año. PARA STANDARD
& POOR’S, HABRÁ UNA SEGUNDA
OLA DE PÉRDIDAS», y a continuación
reproducía el vaticinio de la calificadora
de riesgos: «las instituciones financieras
van a enfrentar otra ola de pérdidas,
con reducidas posibilidades de
obtener capital adicional».
En «La crisis económica…» señalamos:
La crisis de una financiera es grave,
pero la crisis de un banco es fatal. […]
cuando el banco entra en crisis esto
actúa como un boomerang hacia las
empresas y los particulares, ya que
incluso los que andan bien quedan sin
acceso al crédito, y esto es letal para el
normal funcionamiento de cualquier
empresa, que siempre necesita financiación
para sus operaciones. Al hundirse
los bancos se hace inevitable la
depresión […]
La dinámica que ha adquirido la
crisis actual apunta en esa dirección.
Una depresión de la economía mundial
no es inexorable, pero ésa es la tendencia.
Por eso creemos haber acertado
cuando, en el mismo artículo, sostuvimos:
[…] hasta el día de hoy no estoy
seguro de que esta crisis actual [la de
Asia-Pacífico y la recesión en Japón]
desemboque inexorablemente en una
depresión mundial. Sigo opinando […]
que ésa es la tendencia de la economía
capitalista. Y que si esta crisis se supera
antes de llegar a ese extremo, prepara
una crisis mayor para más adelante
(el enfatizado es nuestro).
Hasta aquí, el fenómeno de la crisis;
pasemos a exponer su verdadero
carácter.



II
La descomposición
del sistema capitalista
en su etapa imperialista

UNA CRISIS
DE SOBREACUMULACIÓN
DE CAPITAL

Otro aspecto fundamental que consideramos
acertado en «La crisis económica…
» es haber defendido, en primer
lugar, que las crisis del capitalismo
se producen como consecuencia de un
descenso de la tasa de ganancia, que es
lo que lleva a los burgueses a dejar de
invertir y, por ende, a la recesión o
depresión de la economía, y en segundo
término, que ese descenso de la tasa
de ganancia es producto de la sobreacumulación
de capital, según la definición
de Marx:
[…] un capital grande con una cuota
de ganancia pequeña acumula más
rápidamente que un capital pequeño
con una cuota de ganancia grande. Y
esta creciente concentración provoca, a
su vez, al llegar a un cierto nivel, un
nuevo descenso de la cuota de ganancia.
La masa de los pequeños capitales desperdigados
se ve empujada de este modo
a los caminos de la aventura: especulación,
combinaciones turbias a base de crédito, manejos especulativos con acciones,
crisis. La llamada plétora de capital se
refiere siempre, esencialmente, a la plétora
del capital en el que la baja de la
cuota de ganancia no se ve compensada
por su masa –y éstos son siempre los
exponentes del capital recientes, de
nueva creación– o a la plétora que estos
capitales incapaces de desarrollar una
acción propia ponen, en forma de crédito,
a disposición de los dirigentes de las
grandes ramas comerciales. Esta plétora
de capital responde a las mismas causas
que provocan una superpoblación
relativa y constituye, por tanto, un fenómeno
complementario de ésta, aunque
se mueven en polos contrarios: uno, el
del capital ocioso y otro el de población
obrera desocupada.
La superproducción de capital, no
de mercancías sueltas –aunque la
superproducción de capital implique
siempre superproducción de mercancías–
no indica, por tanto, otra cosa que
superacumulación de capital.5
A renglón seguido, Marx aclaraba
que estas definición no se limitaba
necesariamente a la superproducción
de capital en una rama específica de la
economía sino que era aplicable también
a una
[…] superproducción absoluta de
capital […] que no se refiera solamente
a un sector o a unos cuantos sectores
importantes de la producción, sino
que […] abarque las ramas de producción
en su totalidad.6
Dicho en forma grosera, las superganancias
–generadas durante un período
en una o varias ramas poductivas, o en
uno o varios países– se vuelcan al circuito
capitalista «en forma de crédito»,
es decir no como capital productivo sino
como capital financiero, y eso genera
una baja de la tasa de ganancia general.
Moreno agregaba que la superacumulación
no provenía sólo de la
ganancia de los nuevos capitales productivos
(por ejemplo, las punto com
o las nuevas industrias en China y la
India), sino que las altas ganancias de
un período atrajeron hacia el circuito
económico activo enormes masas de
dinero que hasta el momento no fungían
como capital porque estaban atesoradas
bajo diferentes formas, lo que
denominó «capital gaseoso». Y esa
montaña de dinero también iba a parar
en su mayor parte al capital financiero,
incrementando sustancialmente la
sobreacumulación de capital y coadyuvando
a la baja de la ganancia. Este
proceso –que está ampliamente desarrollado
en «La crisis económica…»–
fue descripto por nuestra corriente en
las Tesis de la LIT-CI (1984) de la
siguiente manera:
Cada aumento enorme de la masa
de plusvalía recupera la tasa de ganancia
y permite superar la crisis coyuntural.
Pero prepara una crisis mayor: al
aumentar colosalmente el capital, se
produce una sobreacumulación de
capital, que busca inversiones donde
obtener ganancias; y como la masa de
plusvalía sigue igual y el capital ha
aumentado, la cuota de ganancia baja
abruptamente, originando una nueva
crisis coyuntural.
La sobreacumulación de capital
provoca que una gran masa de éste no
se invierta en la producción y se trans-
forme en capital ficticio, usurario, de
préstamo. Este capital es inyectado en
forma de créditos que terminan provocando
un endeudamiento generalizado,
tanto en los países adelantados
como en los atrasados […]
Éste es, entonces, el verdadero
carácter de esta crisis: baja de la tasa
de ganancia causada por la sobreacumulación
de capital en el conjunto
de la economía capitalista mundial,
en especial en los países imperialistas.
Que el capital financiero haya
tenido un papel de primer orden en
este proceso y haya «gatillado» la crisis
no nos debe ocultar que, como dijo
un economista burgués, la «burbuja»
no estaba sólo en las finanzas; toda la
economía era una «gran burbuja».
Dicho en términos trotskistas, es toda
la economía capitalista-imperialista la
que está podrida.
Ahora bien, ¿de dónde salió el
«aumento enorme de la masa de plusvalía
» que está en el origen de esta crisis?
Nuestra respuesta es categórica:
del durísimo revés que sufrieron los trabajadores
cuando la contrarrevolución
imperialista logró derrotar el ascenso
revolucionario mundial de la posguerra
y restaurar el capitalismo en la
URSS y demás Estados obreros, arrebatando
así al proletariado las máximas
conquistas que había logrado en
toda su historia.

LUCHA DE CLASES Y ECONOMÍA

Una de las herramientas teóricas que
diferenció a nuestra corriente de casi
todas las demás tendencias marxistas fue
insistir en que existe una estrecha relación
entre la economía y la lucha de clases.
Siempre sostuvimos que la lucha de
clases no es un reflejo automático de lo
que ocurre en la economía sino que, dialécticamente,
en esta época revolucionaria
–es decir, de dominio del imperialismo
y de lucha entre la revolución
socialista y la contrarrevolución capitalista-
imperialista– el resultado de la
lucha de clases influye sustancialmente
en el curso de la economía.
Trotsky se refirió a la relación economía-
lucha de clases en el «desarrollo
económico de [la primera] posguerra
» en los siguientes términos:
¿Se puede establecer un ciclo más
o menos regular? Yo creo que no. ¿Esto
es una sublevación contra Marx y contra
la teoría marxista del desarrollo
cíclico? No es ninguna sublevación.
¿Por qué? Porque la teoría de Marx no
es una teoría supraeconómica. El ciclo
es una expresión del ritmo interno de
la propia madre de la Historia en todos
sus movimientos. ¿Pero en todas las
circunstancias? No, no en todas.
[…] si en las llamadas condiciones
normales, la política juega un gran rol
en la economía europea, este rol es el
mismo que el que juega el aire en la
respiración. En condiciones de ascenso,
en condiciones en que la economía
busca espasmódicamente su equilibrio,
tanto los factores políticos como los
militares juegan un rol distinto […]
Vemos aquí no el libre o semilibre juego
de las fuerzas económicas, al que estábamos
acostumbrados a analizar en el
período de preguerra, sino fuerzas estatales
resueltas y concentradas que
irrumpen en la economía, y esto inten-
ta interrumpir, o está interrumpiendo,
los ciclos regulares o semirregulares, si
es que éstos llegan a notarse. Por consiguiente,
uno no puede avanzar sin
tomar en cuenta los factores políticos.7
Nahuel Moreno, por su parte, decía:
Para nosotros, compañeros, la clave
de toda la economía es la explotación
de la clase obrera. Todo lo otro es
importante, pero es reflejo de esto. A
mayor explotación de la clase obrera,
mayor ganancia para los capitalistas.
A mayor ganancia de los capitalistas,
superación de la crisis.8
Un buen ejemplo de la aplicación de
esta metodología fue nuestro análisis del
boom económico de la posguerra. Para
nosotros, ese boom fue posible porque
el proletariado europeo, en lugar de
hacer la revolución, trabajó bajo un alto
grado de explotación y con salarios miserables
para reconstruir la economía capitalista
del Viejo Continente, lo cual generó
ganancias siderales para los capitalistas
europeos y norteamericanos (estos
últimos con la herramienta «humanitaria
» del Plan Marshall). Y a su vez, esto
fue posible porque los Partidos Comunistas
–que tenían el poder al alcance de
la mano en Francia e Italia– cumplieron
a rajatabla con los pactos de Yalta y Potsdam
en los que Stalin se comprometió a
que Europa occidental permanecería en
la órbita imperialista. Quien mejor sintetizó
esta colosal traición fue el jefe del
Partido Comunista francés, Maurice
Thorez, con su consigna de «producir
primero». Es decir que la política de la
dirección del movimiento obrero, el más
«superestructural» de los factores, fue el
factor decisivo para que se produjera ese
fenómeno económico, «estructural», que
fue el boom.
Finalmente, las consecuencias de
una eventual restauración del capitalismo
en la URSS ya habían sido pronosticadas
por Trotsky:
[…] la derrota de la URSS en una
guerra contra el imperialismo significaría,
no sólo la liquidación de la dictadura
burocrática, sino de la economía
estatal planificada […], una nueva
estabilización del imperialismo y un
nuevo debilitamiento del proletariado.9
La URSS no fue derrotada en una
guerra; la «liquidación de la economía
estatal planificada», es decir, la restauración
del capitalismo, la hizo la propia
burocracia estalinista, pero las consecuencias
fueron las mismas.
Queda claro, entonces, que uno de
los errores más graves de nuestro artículo
«La crisis económica…» fue afirmar
lo siguiente:
Nosotros teníamos la hipótesis de
que la restauración del capitalismo en
los Estados obreros podía generar un
nuevo boom. Y para mí más importante
que China es Rusia, porque tiene 50
millones de obreros (por decir alguna
cifra) de altísimo nivel. Por supuesto, si
el imperialismo logra en China lo que
consiguió en los «tigres», pone bajo condiciones
de explotación capitalista a los
obreros y proletariza a una parte sustancial
del campesinado, puede haber
un nuevo boom. Pero hasta hoy la parte
de la población china que trabaja en
esas condiciones en una fracción pequeña.
Y el hecho es que la restauración en
Rusia y el Este de Europa hasta ahora
no ha provocado el nuevo boom que
habíamos pronosticado.
Este error tiene dos caras. Una, de
interpretación de la realidad: si bien
Rusia estaba en el fondo del pozo y
todavía en China el proceso de acumulación
capitalista no había adquirido
el carácter «explosivo» de la última
década, ya estaban en curso todas las
tendencias que habrían permitido pronosticarlo.
La otra razón es teórica: no
haber sacado consecuentemente las
conclusiones de lo que nuestra corriente
ya había aprendido.
Veamos qué significó para la economía
capitalista la reestauración del
capitalismo en la URSS, China y Europa
del Este y la derrota del ascenso
revolucionario mundial de la segunda
posguerra. Richard Freeman, un economista
de Harvard, sostiene que la
«fuerza de trabajo mundial» («países
avanzados, partes de África y la mayor
parte de América Latina») ascendía en
el año 2000 a 1.460 millones de trabajadores.
Y añade:
La comunidad económica mundial
y quienes diseñan las políticas económicas
de los gobiernos y de las instituciones
internacionales, aún no han
comprendido del todo el desarrollo económico
más importante que ha ocurrido
en esta época de la globalización: la
duplicación de la mano de obra a nivel
mundial […] Pero en las décadas de los
80 y los 90, entraron en el mercado de
trabajo mundial trabajadores de China,
India y el ex bloque soviético. Por
supuesto, estos trabajadores ya existían
antes de eso. La diferencia, sin embargo,
consiste en que de repente sus economías
se sumaron al sistema de producción
y consumo mundial. En 2000,
estos países contribuyeron con 1.470
millones de trabajadores a la fuerza
laboral mundial, de hecho duplicando
el tamaño de la nueva fuerza de trabajo
que está interrelacionada […] Una
disminución en la relación capital-trabajo
a escala mundial inclina la balanza
de poder de los mercados en contra
de los sueldos pagados a los trabajadores
y a favor del capital, debido a que
son más los trabajadores que compiten
por trabajar con este capital […]10
Dicho en términos marxistas, la
aplastante derrota que sufrió la clase
obrera internacional con la restauración
del capitalismo en la URSS, China y
demás Estados obreros, con sus secuelas
en todo el mundo, hizo que casi 1.500
millones de trabajadores cayeran bajo la
más despiadada explotación capitalista,
acrecentado la tasa de ganancia de la
burguesía en todo el planeta.
Un alto cuadro político y económico
de la burguesía como Alan Greenspan,
ex presidente de la Reserva Federal
de Estados Unidos, lo reafirma:
La raíz de la crisis hipotecaria
actual, desde mi punto de vista, tiene
sus orígenes en el período que siguió al
fin de la Guerra Fría, cuando la ruina
económica del bloque soviético quedó
al desnudo tras la caída del Muro de
Berlín. Después de esos eventos, el
capitalismo desplazó de manera rápida
y silenciosa gran parte del desacreditado
sistema de planeación central
que predominaba en buena parte del
Tercer Mundo. […]
Una gran parte del antiguo Tercer
Mundo, especialmente China, imitó el
exitoso modelo exportador de los llamados
«tigres asiáticos»: una mano de
obra relativamente bien educada y de
bajo costo, aunada a la tecnología del
mundo desarrollado y protegida por el
imperio de la ley, dio paso a un explosivo
crecimiento económico. Desde
2000, el crecimiento real del producto
bruto interno (PBI) del mundo en desarrollo
ha sido más del doble que el del
mundo desarrollado. […]
El alza en las exportaciones competitivas
y de bajo costo de los países
en desarrollo, especialmente aquellas
con destino a Europa y a EE.UU.,
aplastó los salarios en los países desarrollados
[…]11

El Gráfico 1 muestra qué ocurrió
con la ganancia de los capitalistas
según se fueron combinando los factores
economía-lucha de clases.
Como se ve, los ascensos y caídas
de la tasa de ganancia responden a la
combinación de factores «endógenos»
a la economía capitalista con el curso
de la lucha de clases. El fin del boom
de posguerra obedeció a una causa
fundamentalmente
endógena: la sobreacumulación
de capital generada por el
propio boom. A partir de allí y al compás
del ascenso revolucionario mundial
que se mantuvo, parte del cual fue la
dura resistencia del proletariado a la
contrarrevolución económica permanente,
se dio una baja sistemática de la
tasa de gananacia, abriendo un período
de crisis crónica en la economía
capitalista mundial.
Pero esa tendencia se quebró cuando
el ascenso revolucionario fue derrotado,
y la tasa de ganancia –con sus
oscilaciones– volvió a subir. Allí se
generó una «enorme masa de plusvalía
» que fue a parar, en su mayor parte,
al capital financiero.



EL PODERÍO DEL
CAPITAL FINANCIERO

Hace casi dos décadas, con la «globalización
» y la restauración del capitalismo
en la URSS y demás Estados
obreros, se puso de moda –entre los
analistas burgueses así como en la
mayoría de los «marxistas»– la «teoría»
de que se había entrado en una etapa
histórica de extinción del Estadonación.
En ese entonces tuvimos el
acierto de discutir semejante disparate
en los siguientes términos:
Cuando cuestionamos los conceptos
que hay detrás de los términos «globalización
» y «multinacionales», lo que
atacamos es toda esa ideología de que
vivimos en una nueva etapa del capitalismo
en la que unos capitales sin
patria establecen su propio orden a través
del mercado, debilitando cada vez
más, hasta reducir a un papel casi
decorativo, al Estado-nación. No es
ninguna novedad que bajo el capitalismo
manda el capital. Y tampoco es
una novedad que el capital, es decir la
clase capitalista, la burguesía, tiene en
sus manos una herramienta política y
militar para ejercer ese dominio: el
Estado. Decir que bajo la globalización
el Estado burgués está subordinado a
la clase burguesa es correcto, pero no
agrega nada a lo que dijo Marx hace
un siglo y medio.
Lo que es una colosal patraña es la
supuesta tendencia a la disolución del
Estado-nación por el dominio de un
capital (convertido en una abstracción)
que «no respeta fronteras ni leyes
nacionales». […] ¿Quién determina
[…] las decisiones del gobierno
norteamericano?
La burguesía monopolista-
imperialista norteamericana, es
decir, la burguesía nacional de Estados
Unidos, no la japonesa ni la alemana,
ni mucho menos la nigeriana, la malaya
o la salvadoreña. Esa burguesía
nacional existe, son gente de carne y
hueso, con nombre y apellido, y mucha
plata.
Exactamente lo mismo ocurre en
los restantes países imperialistas, aunque
sean más débiles que Estados Unidos.
Hay burgueses que determinan lo
que hace o deja de hacer el Estado de
su nación.
Y lo mismo podemos decir incluso
de los países semicoloniales. También
allí hay burguesías nacionales, con la
diferencia de que éstas, por ser muy
débiles, deben optar por pactar con el
imperialismo dominante en la región el
papel de socios menores, o bien tratar
de ser más autónomas apoyándose en
el movimiento de masas […]. Hoy la
inmensa mayoría de las burguesías
atrasadas han optado por el primer
camino, pero eso no quiere decir que
hayan desaparecido.
Y cada burguesía nacional tiene su
Estado, con sus fuerzas armadas, para
defender sus intereses, en primer lugar,
del movimiento de masas, pero también
de las otras burguesías nacionales.
La «teoría» de la extinción del Estado-
nación naufragó estrepitosamente
en unos pocos años. Salvo algunos
charlatanes tipo Negri –el autor de
Imperio–, nadie puede negar hoy, por
dar sólo un ejemplo, que el Estadonación
ruso usa los restos del poderío
militar –y, como parte de éste, la capacidad
de chantaje nuclear– que heredó
de la URSS para que la burguesía rusa
dispute a la yanqui –y con cierto éxito–
el control del petróleo del Caspio (el
ejemplo más reciente fue la guerra en
Georgia, con los yanquis y europeos
obligados a limitarse a los lloriqueos
diplomáticos contra el renacido «oso
ruso»). Lo que sí se confirma, en cambio,
es lo que habíamos afirmado: que
son los burgueses de cada país quienes
deciden qué hace o deja de hacer su
Estado nacional.
Sin embargo, el Estado se mueve
dentro de una contradicción. Por un
lado, responde en cada período a los
intereses del sector dominante de la
burguesía: si dominan los industriales,
trata de evitar que los financistas les
saquen demasiada ganancia; si dominan
los financistas, hacen lo opuesto,
etcétera (estos sectores de clase burgueses
se expresan a través de los partidos
políticos o las facciones internas
de éstos, o bien, bajo las dictaduras
militares, a través de diferentes sectores
de las Fuerzas Armadas). Pero, por
otro lado, el Estado trata de proteger al
sistema capitalista de conjunto y, como
todos los burgueses prefieren un período
de auge económico (o sea de buenos
negocios y suculentas ganancias) a
un período de decadencia y crisis, el
Estado promulga y trata de hacer cumplir
leyes y reglamentaciones para evitar
o amortiguar las crisis.
Por eso, después de cada crisis los
políticos de la burguesía ponen manos
a la obra. Así ocurrió recientemente en
Estados Unidos tras las quiebras del
fondo de riesgo Long-Term Capital
Management (a fines de 1990), de la
empresa de energía Enron (diciembre
de 2001) y de la compañía de
telecomunicaciones
WordCom (julio de 2002).
También había ocurrido después
de la crisis del 29 que condujo a la Gran
Depresión de los años 30.
La crisis actual pone de manifiesto
que todas esas leyes y reglamentos
se convierten en papel mojado por
obra y gracia de la astucia e inventiva
de lo que Lenin llamó «oligarquía
financiera»… y de la complicidad del
propio Estado, es decir, del gobierno
de turno. ¿Qué se les ocurrió a estos
señores para evadir las leyes y reglamentos
que regulan la actividad bancaria
y bursátil en Estados Unidos y
demás países centrales? Convirtieron
en estrellas de primera magnitud a las
entidades financieras no bancarias
existentes, generaron multitud de entidades
nuevas y desarrollaron «nuevos
instrumentos financieros».
¿Qué son las entidades financieras
no bancarias? Los «bancos de inversión
», los fondos de riesgo (hedge funds)
y criaturas parecidas que, como no son
bancos comerciales (aunque muchos de
ellos fueron creados por éstos), están
libres de cualquier clase de control y
reglamentación. Parte de esas criaturas
son las ramas financieras de monopolios
industriales y comerciales, a las que nos
referiremos más adelante.
¿Qué son los nuevos «productos»
o «instrumentos» financieros»? Engendros
del tipo de esos «paquetes de hipotecas
» que ya hemos descripto.
De esta manera, el capital financiero
logró evadir las normas estatales
contra el «sobreapalancamiento».
«Apalancarse» significa, groseramente,
tomar dinero prestado para volver
a prestarlo. Los bancos toman préstamos
(depósitos) sobre los que pagan
un interés y con esos dineros otorgan
préstamos (créditos) a un interés mayor.
El «sobreapalancamiento» comienza
cuando, a su vez, el que recibe el crédito
lo presta a un interés mayor del que
le paga al banco y se embolsa la diferencia,
y el que recibe ese préstamo lo
vuelve a prestar, nuevamente a un interés
mayor… y así sucesivamente. Lógicamente,
cuanto mayor es el interés, más
riesgoso es el crédito que se otorga.
Ahora bien, si vemos todo el proceso, es
evidente que el único que puso dinero
propio es el que depositó en el banco,
todos los demás prestaron una y otra vez
ese mismo dinero y fueron cobrando
intereses sobre esa única suma de dinero.
Finalmente, la suma de todos esos
intereses se hace tan grande que puede
llegar a significar un monto mayor que
el de ese único capital que interviene en
el proceso. Mientras la fiebre financiera
especulativa recorre su curva ascendente,
todo el mundo gana, pero cuando
el último eslabón de esta cadena no
puede pagar –cosa que inevitablemente
tiene que suceder–, va a la quiebra;
entonces, el penúltimo eslabón no le
puede pagar al anterior, y así sucesivamente
hasta que llegamos al banco, que
no puede recuperar lo que prestó. Si esto
se produce en forma masiva –y así ocurre–,
es el banco el que va a la quiebra.
El anterior es sólo un ejemplo simplificado
de en qué consiste el sobreapalancamieno.
Pero esta mecánica también
se da en todos los terrenos financieros
y bursátiles (entidades financieras
que generan compañías financieras
subsidiarias, que también emiten acciones
y a su vez generan otras subsidiarias
que también emiten acciones, y así
de seguido; en este caso no son los eslabones
de una cadena sino una pirámide
en cuya cúspide está la entidad
madre, que es la que colapsa cuando se
derrumba el nivel inferior).
Los riesgos de semejante dinámica
se hicieron sentir con toda su fuerza en
la crisis del 29 y la Gran Depresión. Por
eso después del desastre se establecieron
normas para evitar ese
«sobreapalancamiento».
Una de ellas es el «encaje»:
un porcentaje de los depósitos recibidos
no se puede prestar sino que debe
quedar atesorado por el banco. Otra es
un límite a la cantidad de dinero que
un banco puede prestar, en relación
con su capital y/o con el monto de los
depósitos recaudados.
Al evadir estas normas y regulaciones,
el capital financiero logró en los
últimos años en muchos casos un
«sobreapalancamiento» de 100 a 1 (100
dólares prestados por cada dólar de
capital propio). ¿Qué significa esto?
Que si las cosas van bien y ese capital
en un año tuvo 1 dólar de ganancia…
se duplicó. Un negocio redondo. Pero si
las cosas van mal y en vez de ganar perdió
un dólar, tuvo una pérdida del 100%,
o sea, perdió todo su capital, se fundió.
Este ejemplo pone de manifiesto la
extrema vulnerabilidad del castillo de
naipes financiero, que no es un castillo
cualquiera; según el periodista Pablo
Maas:
• Los activos financieros son hoy
el triple del PBI mundial.
• Los derivados financieros (opciones,
futuros, swaps) se multiplicaron
por 82 entre 1990 y 2006.
• Los fondos de inversión […]
pasaron de 610 a 9.575 en el
mismo período.12
Estamos hablando, pues, de varios
billones –si no de trillones– de dólares.
Si tomamos en cuenta que muchas de
esas «nuevas entidades financieras»
recibieron préstamos de los bancos
–cuando no fueron creadas directamente
por éstos–, podemos entender
cómo el derrumbe del castillo de naipes
ha puesto en peligro al sistema
financiero mundial de conjunto, bancos
incluidos.
Ahora bien, ¿que hicieron los
gobiernos yanquis ante la proliferación
de «nuevas entidades» y «nuevos productos
» financieros? Aunque era evidente
que así se eludían todos los controles,
reglamentos y leyes no hicieron
nada. Peor aun, Alan Greenspan, el
anterior jefe de la Reserva Federal, elogió
esos inventos milagrosos y su papel
central en el crecimiento de la economía
norteamericana durante más de
una década. Hoy, en medio de la campaña
electoral, los demócratas acusan
a los republicanos de ser los responsables
del cataclismo en curso. Los republicanos
contestan que la responsabilidad
es de los dos partidos, y tienen
razón: Greenspan fue presidente de la
Reserva Federal entre 1987 y 2006, o
sea, durante las presidencias de los
republicanos Reagan y Bush padre, del
demócrata Bill Clinton y del republicano
Bush hijo.
PRIMERA MORALEJA: en este período,
al estar el Estado burgués-imperialista
al servicio de la «oligarquía financiera
», todo intento de reglamentar la
actividad financiera a largo plazo está
condenado al fracaso, porque la «libertad
» para hacer lo que se le dé la gana
es condición sine qua non para que el
capital financiero exista. Limitársela es
asfixiarlo, asfixiarlo es matarlo y matarlo
es matar a la economía capitalista de
conjunto.
SEGUNDA MORALEJA: el carácter
descompuesto, decadente y parasitario
del capitalismo en su etapa imperialista
–definido y denunciado por Lenin–
se ha profundizado a saltos, convirtiendo
la economía mundial en un
gigantesco casino (en su acepción universal
de casa de juegos de azar y en su
acepción italiana de burdel o caos generalizado).
Y en ese casino-burdel, los
millonarios de este planeta juegan plata
propia y ajena (mucho más ajena que
propia) hasta provocar un desastre que
termina hundiendo en la miseria y la
desocupación a centenares de millones
de trabajadores, condenando a la desnutrición
o directamente a la muerte
por hambre a centenares de millones
de pobres y sometiendo a una bárbara
opresión y explotación a los países atrasados,
que abarcan el 94% de la superficie
de la Tierra y albergan al 98% de
la población mundial.

LA «PLATA DULCE»
DE LOS ESTADOS UNIDOS

A lo largo de toda esa década, los
analistas burgueses hicieron dos diagnósticos
aparentemente distintos de lo
que estaba ocurriendo. Unos decían
que Estados Unidos era la locomotora
del crecimiento económico mundial;
otros decían que la locomotora era
China (más Brasil, la India, etcétera).
En realidad, eran dos aspectos de la
misma realidad: los grandes países atrasados
vieron ascender vertiginosamente
su producción mientras en Estados
Unidos subía aceleradamente el consumo.
El mecanismo era el siguiente: esos
países atrasados producían todo tipo
de mercancías (desde productos industriales
hasta software); los exportaban;
recibían dólares a granel (superávit
comercial); atesoraban ese capital comprando
bonos del Tesoro de los Estados
Unidos; por lo tanto los dólares
volvían a Estados Unidos, y allí se convertían
en su gran mayoría en crédito.
Dicho de otra manera, las ganancias
obtenidas de la explotación productiva
del proletariado de esos países se
convertían en capital financiero.
Se generó así en Estados Unidos un
fenómeno similar al que en la Argentina
se llamó «plata dulce» (ahora en
Estados Unidos se habla de «dinero
fácil») y que se repitió entre 1976 y
2001: durante la dictadura militar y
durante los dos gobiernos de Menem
y su efímero sucesor, De la Rúa. Atraído
por las altas ganancias que producía
una clase obrera derrotada (por los
militares, violentamente; por Menem,
a través de medios políticos «pacíficos
» –apoyarse en la burocracia sindical
y en la atrasada conciencia peronista
del proletariado para aplastar las
grandes huelgas contra las privatizaciones–),
el capital financiero afluyó a
raudales al país (y a los «mercados
emergentes» en general). Contaba aquí
con respectivos «seguros cambiarios»:
la «tablita» de Martínez de Hoz –el
ministro de Economía de la dictadura–,
que le aseguraba una devaluación
gradual y estrictamente pautada del
peso, y el 1 peso = 1 dólar de la «convertibilidad
» de Cavallo, el ministro de
Economía de Menem. Ambos seguros
de cambio permitían una igualmente
segura y muy lucrativa «bicicleta financiera
»: venían los dólares, se cambiaban
a pesos, se los depositaba a un
interés muy superior al interés de los
depósitos en dólares; después de un
tiempo se retiraban esos depósitos más
esos intereses en pesos; se los volvía a
cambiar a dólares… y como por arte
de magia ese capital financiero había
logrado una ganancia en dólares
muchas veces más alta de la que habría
logrado cobrando los mucho más bajos
intereses que hay en los países imperialistas.
Una vez embolsada, se repetía
el ciclo hasta que esa colosal succión
de capital provocaba la crisis de
la economía del país, momento en el
cual –y avisados a tiempo por Martínez
de Hoz o Cavallo– se iban de la
Argentina (la famosa «fuga de capitales
») despojando a los ahorristas
comunes y silvestres (las víctimas) de
sus ahorros de toda la vida y dejando
a la nación en ruinas y, como resultado
de ello, con movilizaciones de
masas que, por diferentes vías, acabaron
revolucionariamente con la dictadura
y con De la Rúa.
Por supuesto, la «plata dulce» no
hacía en Estados Unidos el mismo ciclo
que en un país atrasado. Ese capital
financiero se volcaba como crédito barato
en todas direcciones, a las empresas,
al aparato estatal (el Estado Federal, los
Estados, los municipios)… y en gran
parte al consumo de los estadounidenses
en sus diferentes formas: tarjetas de
crédito; planes de financiación para
automotores, electrodomésticos, etcétera,
y créditos hipotecarios. El resultado
de todo esto fue un endeudamiento colosal
de Estados Unidos, de sus gobiernos
federal y estaduales, sus municipios, sus
empresas y su pueblo.
Mientras esa ruleta funcionó, nuevas
masas de capital financiero la
siguieron alimentando, pero cuando
estalló la crisis hipotecaria el castillo de
naipes comenzó a derrumbarse de la
misma forma que en la Argentina, y
produjo igual resultado: una «fuga de
capitales» hacia inversiones más lucrativas
y supuestamente menos riesgosas,
como petróleo, commodities agropecuarias
y metales preciosos (en especial
el oro, pero también la plata, el platino,
etcétera); de allí que, en los primeros
meses de pánico financiero y de
«días negros» de las Bolsas, los precios
de estos «activos» fueran pegando saltos
día tras día.

LA «OLIGARQUÍA FINANCIERA»

Lenin señaló que es una característica
del imperalismo el dominio del
capital financiero sobre las restantes
ramas de la economía: la industria, el
agro, la minería y el comercio. Los
bancos fueron la herramienta para la
concentración del capital, dando nacimiento
a los monopolios. De esta
«fusión del capital bancario con el
capital industrial», surgió un nuevo
sector de clase burgués: la «oligarquía
financiera», propietaria de los monopolios.
No es lo mismo «oligarquía financiera
» que «capital financiero». Una
empresa capitalista puede ser industrial,
comercial o financiera. El capital financiero
es el capital de préstamo.
El capital industrial –incluye también
las ramas agropecuaria y extractiva
(minería, petróleo) que, además,
reciben una cuota extra por la renta del
suelo– recorre este ciclo:
Dinero ———> Mercancías ———> Producción ———>
Otra Mercancía ———> Más Dinero
El capitalista industrial compra distintos
tipos de mercancías: maquinarias,
materias primas y fuerza de trabajo
de los obreros. Los obreros producen
una nueva mercancía. El obrero
sólo cobra una parte de las horas que
trabajó (salario); la otra parte se la
queda el capitalista (plusvalía), y de allí
proviene la ganancia.
El capital comercial, a su vez, circula
así:
Dinero ———> Mercancía ———> Más Dinero
O sea que obtiene su ganancia de
vender una misma mercancía a un precio
mayor del que pagó al comprarla.
En este ciclo no se produce plusvalía;
la ganancia del comerciante viene de
otro lado: él se embolsa parte de la plusvalía
producida en la industria.
Finalmente, el ciclo del capital
financiero es el siguiente:
Dinero ———> Más Dinero
Tampoco aquí se produce plusvalía;
el financista también se queda con
parte de la plusvalía producida en la
industria.
Cuando hablamos de «capital» –de
cualquier tipo de que sea– nos referimos
a gente de carne y hueso, a los
capitalistas o burgueses, es decir, a una
clase social que actúa en la economía
con el único interés de invertir dinero
para obtener más dinero. Por eso, cuando
hablamos de sistema capitalista nos
referimos a un tipo de sociedad dominada
por esa clase, en la que el movimiento
de le economía tiene como fin
la ganancia. «Industrial», «comercial»
y «financiero» identifican a diferentes
sectores de la clase capitalista, según la
actividad que realizan.
Todos estos capitalistas son explotadores
y chupasangres de la peor
especie. Los industriales son los chupasangre
básicos: de la explotación
feroz de los trabajadores surge la
ganancia que luego se reparte entre los
diferentes sectores de la burguesía.
Ahora bien, industriales y comerciantes
cumplen una función necesaria en
cualquier sociedad, a saber, la producción
y distribución de bienes, respectivamente.
Cuando hagamos la
revolución socialista desaparecerán
estas clases, pero no sus funciones:
cualquier tipo de sociedad debe producir
y distribuir la riqueza producida.
La clase de los financistas –a través
de su amplia variedad de ejemplares,
desde los grandes banqueros hasta
los usureros barriales– es absolutamente
parasitaria; la función que cumple
es necesaria, imprescindible, bajo
el capitalismo, pero clase y función
desaparecerán cuando acabemos con
este sistema nefasto.
Esta aclaración viene a cuento porque
ahora, en medio de esta crisis fenomenal,
hay una feroz campaña contra
los CEO de las entidades financieras:
«Los culpables de todo son esos altos
ejecutivos, que ganan sueldos multimillonarios
y terminaron hundiendo a sus
empresas con especulaciones irresponsables
». Por supuesto, la imagen de
estos yuppies, que sólo en ropa gastan
muchísimo más que lo que gana un
obrero en toda su vida, es repulsiva e
indignante. Pero la campaña tiene un
objetivo siniestro: echarle la culpa a
ellos –que no son más que capataces
muy bien pagos– y no a los grandes
burgueses propietarios de esas entidades
financieras, que son quienes premian
a sus capataces según cuánto les
hicieron ganar a ellos.
La especulación financiera existe
desde hace siglos. Holanda sufrió una
grave crisis entre 1636 y 1639 porque se
pusieron de moda los tulipanes y subieron
los precios hasta el punto en que un
ejemplar del Semper Augustus –la especie
más rara y codiciada– llegó a valer
lo mismo que una casa pequeña en
Amsterdam. En 1830 se desató otra
euforia especulativa, esta vez con los trenes
en Inglaterra; tanto treparon las
ganancias que quince años después se
presentaron planes para tender 12.000
kilómetros de vías, ¡casi 20 veces la longitud
de Inglaterra!; todo le mundo compró
acciones, y casi todos quedaron en
la ruina cuando la burbuja se pinchó. La
especulación es, pues, algo inherente a
la existencia del capitalismo.
Pero ¡cuidado!, de lo que hemos
hecho dicho hasta ahora puede desprenderse
la falsa conclusión de que,
en esta etapa imperialista, los culpables
de esta crisis –como propagandizan los
plumíferos del capitalismo– son los
financistas, no los industriales ni los
comerciantes. No es así. Los que están
hundiendo la economía planetaria son
los monopolios, sean industriales,
comerciales o financieros.
La genialidad de la categoría leni-
nista de «oligarquía financiera» es que
define un nuevo sector de la clase
burguesa que emerge y se hace dominante
con la aparición del imperialismo:
los propietarios de los monopolios.
Al controlar el mercado, los
monopolios pudieron fijar los precios
a su antojo, y así acabaron con la libre
competencia que caracterizó al capitalismo
hasta aproximadamente 1880.
Lenin dice que los monopolios surgen
de la «fusión del capital bancario con
el industrial», proceso en el que el
agente principal de la concentración
monopólica fue el capital financiero.
Por eso, la «psicología» –la conducta
económica– de los monopolios de
todo el mundo –es decir, de las 500
familias que, según algunos analistas,
son propietarias de ellos– es la de los
financistas: especulativa y parasitaria.
En «La crisis económica…», fijamos
nuestra posición frente a esta lacra
de la Humanidad, una posición que nos
diferencia tajantemente de todos aquellos
–muchas corrientes «de izquierda»
o «progresistas» incluidas– que reducen
la lucha obrera y popular al enfrentamiento
a los monopolios, no al sistema
capitalista de conjunto:
¿Nosotros estamos en contra de los
monoplios imperialistas? Sí. ¿Queremos
destruirlos? La respuesta es más
compleja. Nosotros no queremos destruir
los monopolios para retroceder al
capitalismo de libre competencia del
siglo pasado. Ese retroceso, además de
reaccionario y burgués, es imposible.
Los monopolios son una tendencia del
capitalismo en su fase imperialista y,
al mismo tiempo, expresan distorsionadamente
la necesidad que tienen las
fuerzas productivas de la planificación
y de superar las fronteras nacionales
para poder desarrollarse.
A los monopolios, nosotros no les
oponemos empresas capitalistas chicas
encerradas en los mercados nacionales,
ni queremos que los monopolios
se vayan llevándose sus máquinas
y su tecnología, ni queremos que
el Estado los compre. Combatimos a
los monopolios imperialistas con la
revolución y la expropiación sin pago,
para hacer monopolios productivos
aún más grandes, que no compitan
entre ellos sino que produzcan planificadamente
dirigidos por la clase
obrera en el poder.

LA «FINANCIERIZACIÓN»
DE LA ECONOMÍA IMPERIALISTA

Hace décadas que econmistas marxistas
de primer nivel –Paul Sweezy,
por ejemplo– vienen señalando que la
economía capitalista se «financierizó»
cada vez más. Otros opinaron que así
fue durante un período pero luego volvió
a predominar el capital industrial.
Sea como fuere, lo que es indudable,
según las cifras que ya dimos, es que a
partir de 1990 la «financierización» dio
un salto espectacular.
¿Qué significa «financierización»?
Por un lado, que el capital puramente
financiero (bancos y otras instituciones
financieras no bancarias como los fondos
de inversión y las tarjetas de crédito)
se hizo cada vez más grande en relación
a los sectores que producen plusvalía
«legítima» –industria, agro y minería–
y al capital comercial. Por otro lado,
los mismos monopolios productivos y
comerciales desarrollaron sus propias
ramas financieras. Primero como planes
(o tarjetas) de crédito para financiar la
venta de sus propios productos, pero
luego como entidades financieras en
todo sentido. Por ejemplo, el gigantesco
monopolio industrial General Electric
creó la división GE Money, que
actúa como un banco cualquiera; lo
mismo hizo el mayor monopolio comercial
del planeta, la cadena Wall-Mart.
Este proceso llegó a tal punto que la
General Motors –que fue la automotriz
más grande del mundo durante décadas,
hasta que la superó Toyota hace un par
de años–, en el año 2006 obtuvo más
ganancias de su rama financiera que de
la producción de automóviles, y ahora
está en crisis porque su rama financiera
da pérdidas. Según el premio Nobel de
Economía Joseph Stiglitz, «los mercados
financieros representaron el 30% de
las ganancias de las empresas en los últimos
años».
Y como si todo esto fuera poco,
entraron a invertir en el circuito financiero
las aseguradoras de pensiones
norteamericanas (y de muchos otros
países), lo que significa que pueden
desaparacer de un día para otro los
ahorros acumulados por los trabajadores
para poderse jubilar.

LA ECONOMÍA ESTADOUNIDENSE
ES LA MÁS «FINANCIERIZADA»

De los tres mayores países imperialistas,
Estados Unidos, Japón y Alemania,
el más «desindustrializado» –o
sea, el más «financierizado»– es Estados
Unidos. Así lo indicaban las estadísticas
hace ya una década y media



Cabe aclarar que, si agregamos a
esta lista a Francia, Italia e Inglaterra,
quienes tienen el dudoso honor de
ocupar el último puesto –Tatcher
mediante– son los ingleses, con raquíticos
3.430 dólares por habitante.
Claro que pueden consolarse con el
hecho de que Londres compite con
Nueva York por el título de capital
mundial de las finanzas.
Según Jorge Beinstein,
[…] si analizamos [la] evolución
[de Estados Unidos] desde comienzos
de los 60 con relación a las otras dos
potencias industriales (Japón y Alemania)
el retroceso es evidente.
Sumando estas tres economías, la
industria norteamericana pasó de
representar el 54% en 1961 […] al 40%
en 199613 [Gráfico 3].
El mismo resultado se pone en evidencia
si se compara la relación entre
el PBI y el capital financiero en Estados
Unidos, la Unión Europea y Japón
en 1995 (Tabla 1).
Para visualizar mejor estas proporciones,
transformamos esta tabla en el
Gráfico 4.
Como se ve, en la Unión Europea
el capital financiero equivale a una vez
y media el PBI; en Japón, a más de una
vez y media, mientras que en Estados
Unidos equivale a… ¡casi 2 veces y
media el PBI!


Si unimos los factores que hemos
apuntado (el peso del capital financiero
en todas las economías imperialistas,
su magnitud colosal en la de Estados
Unidos y la decadencia relativa de
la industria yanqui), saltan a la vista dos
conclusiones categóricas.
PRIMERA CONCLUSIÓN. La economía
de todos los países imperialistas es

parasitaria: aunque siguen extrayendo
una cuantiosa masa de plusvalía de la
explotación de sus propios trabajadores,
sustentan la mayor parte de sus economías
en apropiarse de la que produce
el proletariado de los países semicoloniales
(atrasados), empobreciendo
–explotando– así a esos países.
SEGUNDA CONCLUSIÓN. El rey de
los parásitos, el más colosal chupasangre
del planeta es Estados Unidos.

EL DÓLAR: ¿PUNTO FUERTE
O PUNTO DÉBIL DE LA
ECONOMÍA ESTADOUNIDENSE?

En los acuerdos de Bretton Woods
(1944) se oficializó el predominio de
Estados Unidos sobre los restantes
países imperialistas, gestado después
de la Primera Guerra Mundial y consolidado
después de la Segunda. En el
terreno monetario esa hegemonía se
concretó en la aceptación del dólar
como medio de pago internacional.
Sin embargo, había una restricción: la
moneda yanqui debía contar (al
menos teóricamente) con un respaldo
en oro. En 1971 Nixon acabó incluso
con esa condición al declarar la
inconvertibilidad del dólar en oro; a
partir de entonces, la Reserva Federal
pudo emitir dólares más o menos a
piacere. A estas alturas, nadie sabe
cuántos billetes verdes andan circulando
por el mundo.
El predominio económico de Estados
Unidos era tan fuerte que obligó en
diferentes oportunidades al yen japonés,
al marco alemán y, más tarde, al
euro, a aceptar la paridad que fijaba la
Casa Blanca. Esta situación comenzó a
cambiar cuando la consolidación del
mercado del euro y cierto crecimiento
de las economías claves de Europa permitieron
a los imperialismos del Viejo
Continente resistir a las presiones de
Washington. Y China, en fantástico crecimiento,
también resistió fuertemente
las exigencias yanquis de que revaluara
su moneda, el yuan, presiones que
obedecían al interés de Estados Unidos
por revertir aunque fuera en parte su
ultradesfavorable balanza comercial
con ese país. Si bien bastante detrás del
dólar, el euro comenzó a funcionar
también como medio de pago internacional.
Al estallar la crisis financiera en
Estados Unidos, el dólar, debilitado,
comenzó a caer fuertemente frente al
euro, el yen y el oro. Cuando la crisis
se trasladó a Europa, volvió a subir;
durante las semanas negras de septiembre
volvió a bajar, y sigue subiendo
y bajando al compás del grado en
que suben y bajan espasmódicamente
las bolsas yanqui, japonesa y europeas.
Los economistas burgueses interpretan
que esto se produce por el gran
endeudamiento y los enormes déficits
comercial y fiscal de Estados Unidos, y
prevén que el dólar seguirá cayendo por
esas causas.
Es probable que así ocurra en la
medida en que la crisis se siga profundizando,
ya que el dólar-billete hoy
ya no es el «refugio de valor seguro»
de antaño. Puede ocurrir también que
los bancos centrales chino, alemán, de
varios países petroleros, ruso, etcétera,
con sus arcas llenas de bonos del
Tesoro empiecen a venderlos, provo-
cando una corrida. Pero los gobiernos
de esos países deberán pensarlo dos
veces, ya que eso significaría prácticamente
colapsar el comercio mundial.
Pero esos economistas no mencionan
–por pánico ante tal perspectiva o
porque ni se les pasa por la cabeza– otra
posibilidad: que Estados Unidos haga
un «pagadiós», como se llama en nuestro
país a salir corriendo de un restaurante
sin pagar la cuenta. Sin embargo,
eso fue lo que hizo Gran Bretaña, superendeudada
después de la Segunda Guerra
Mundial: declaró la inconvertibilidad
de la libra y dejó en la estacada a
los países acreedores. Y si la Argentina
(indefensa por la debacle militar post
Malvinas) se declaró en default depués
de la crisis de 2001-2002, ¿por qué no
habría de hacerlo Estados Unidos si la
crisis y el desplome del dólar no le dejan
otra salida? ¿Qué recurso les quedaría
a los acreedores para que sus bonos del
Tesoro no se convirtieran en papel mojado?
¿Atacar militarmente a los yanquis
para obligarlos a pagar? Ser deudor y
tener el predominio militar no es precisamente
una debilidad, sino una fortaleza.
Claro que, si los yanquis hicieran
un «pagadiós», el sistema capitalista
mundial se quedaría sin ninguna moneda
que sirva de equivalente general, es
decir, que sea aceptada en todo el
mundo. Esto significaría que, hasta
lograr un nuevo equivalente –por ejemplo,
volver a las monedas respaldadas
en oro–, se paralizaría el mercado internacional
de capitales y el comercio de
bienes retrocedería al trueque.

EL «SALVATAJE SIN PRINCIPIOS»
TIENE UN SOLO PRINCIPIO:
SALVAR AL CAPITAL FINANCIERO
Y CONCENTRARLO

Los gobiernos meten plata y más
plata para salvar al sistema financiero.
Inglaterra estatiza el Northern
Rock, haciéndose cargo de las deudas.
J.P. Morgan compra el Bear Stearns
por menos de 300 millones de dólares
(sólo el edificio de su sede central vale
más de 1.000 millones), pero el Estado
yanqui se hace cargo de deudas por
30.000 millones. Poco después destina
un cifra enormemente mayor para
estatizar AIG. Luego vino el «donativo
» de 700.000 dólares. Operaciones
similares de salvataje se pusieron en
práctica en Europa. Y así siguió la historia
hasta que se llegó al acuerdo que
ya mencionamos sobre salvar a los
grandes bancos. Para evitar una corrida,
en Estados Unidos se subió la
garantía de los depósitos de 100.000 a
250.000 dólares, en Alemania se estableció
la garantía por la totalidad de
los depósitos, independientemente de
su monto, etcétera. Bush declaró que
el Estado pondría todo el dinero que
hiciera falta para salvar a los grandes
bancos, lo cual significa que la emisión
de dólares subirá vertiginosamente.
Por último, la prensa comienza a
emplear cada vez más el término «estatización
» para referirse a la compra
masiva de acciones de los bancos por
parte de los Estados para inyectarles
masas de capital que los salven de la
quiebra. Aunque no sea una estatización
en toda la regla, evoca el recuer-
do de Mussolini, que sí estatizó la economía
italiana… para salvar el sistema
capitalista.
Los gobiernos de los países imperialistas
hacen lo opuesto de lo que exigieron
siempre a los países atrasados:
que no salvaran a nadie porque eso
generaba «riesgo moral», o sea, seguir
especulando irresponsablemente ya que
no se sufren las consecuencias. Frente
a semejantes transferencias de dinero
de las arcas gubernamentales al capital
financiero, se abre un sisma entre los
liberales «ortodoxos». Hasta ayer, todos
sostenían como un principio irrenunciable
que el Estado no debía intervenir
en los mercados, ya que éstos se
«autocorregían». Hoy están divididos:
los «realistas» descubrieron que si el
Estado no interviene el sistema financiero
se hunde; los que siguen siendo
«principistas» dicen que se oponen a
que intervenga. Pero el grado de «principismo
» de estos últimos queda reducido
a una fachada cuando se analizan
las diferencias entre ambos sectores a
la luz de la discuión sobre los famosos
700.000 millones. Los «realistas» dicen:
«Pongamos (plural engañoso, porque
no los ponen ellos sino los contribuyentes)
ya mismo esos 700.000 millones
sea como sea». Muchos «principistas
» contestan: «¡Jamás de los jamases!
Eso sería un pecado mortal: una intervención
del Estado en los mercados.
Pensemos en otra posibilidad, por ejemplo,
que el Estado compre acciones de
las financieras en peligro, inyectándoles
así nuevo capital. Eso estaría dentro
de los principios porque no sería un
salvataje sino un negocio». Quedan,
según parece, algunos «hiperprincipistas
» que dicen: «No hagamos nada y
que quiebre quien tenga que quebrar».
Pero como a los locos (diagnóstico
según parámetros capitalistas) no hay
que tomarlos en cuenta, veamos cuál es
la coincidencia entre los «principistas
cuerdos» y los «realistas».
La coincidencia es: salvar al capital
financiero en su vertiente bancaria,
dejando que los más grandes y más
«saludables» se coman a los más chicos
y «enfermos». Este proceso de concentración
ya está en curso: J.P. Morgan
se comió a Bear Stearns y a Washington
Mutual (protagonista de la
quiebra más grande de la historia); el
Bank of America se comió a Merryl
Lynch; un banco británico se quedó
con la parte que le interesaba del quebrado
Lehman Brothers; Goldman
Sachs y Morgan Stanley se convirtieron
en bancos comerciales para poder
tragarse a otras instituciones; se abrió
una pelea entre el Citigroup –que hasta
hace poco figuraba en la lista de «virtualmente
quebrados»– y Wells Fargo
para engullirse a Wachovia, el cuarto
banco más grande de Estados Unidos.
Esta última disputa tuvo tintes
surrealistas. Citigroup ofrecía comprar
sólo las operaciones bancarias de
Wachovia, con una «ayudita» de
312.000 millones que el Estado ya se
había comprometido a dar. Wells
Fargo, por su parte, ofrecía comprar
todas las acciones de Wachovia a un
precio superior del que ofertaba Citigroup
y sin ningún aporte del Estado.
Los accionistas de Wachovia brincaron
de alegría al enterarse de la propuesta
de Wells Fargo. Pero intervinieron
el gobierno y la Justicia para…
¡darle la razón al City! Esta historia
terminó con la retirada de Citigroup,
que optó por otra manera de aliviar
sus balances: ir a juicio demandando
una gigantesca indemnización por la
maldad de Wells Fargo. Si algo queda
claro es que no fue una historia de
amor. Como verseó Borges: «no nos
une el amor sino el espanto»… el
espanto que le producía al gobierno
la posibilidad de que, sin esa inyección
de capital, quebrara Citigroup, el
segundo banco más grande de Estados
Unidos.
Dicho sea de paso, las «cinco estrellas
» financieras que reinaron en Wall
Street durante las últimas décadas ya
no existen más, bien porque quebraron
(Lehman Brothers), bien porque fueron
compradas cuando estaban prácticamente
en quiebra (Bearn Stearns y
Merryll Lynch), bien porque se convirtieron
en bancos comerciales (Morgan
Stanley y Goldman Sachs). Con lo cual
la cosa vuelve a la «normalidad»: los
bancos vuelven ser las estrellas de las
finanzas… hasta que el capital financiero
esté en condiciones de volver a
convertir en papel mojado cualquier
control y reglamentación que se le quiera
imponer.

ESTA CRISIS Y LA DEL 30

En 1929 colapsó la Bolsa de Nueva
York. Se inició así la Gran Depresión
de los años 30, que duró más de una
década, con tremendos índices de desocupación
y miseria generalizada en casi
todos los países del planeta. Desde que
estalló la crisis actual y durante un año
largo, los economistas y periodistas de
la burguesía se resistieron a comparar
esta crisis con aquélla; hicieron hincapié
en los aspectos que las diferencian,
y aseguraron que de ninguna manera
se repitiría un desastre semejante (hoy
ya no están tan seguros de ello).
Hay diferencias, sin duda, entre
ambas crisis, pero queremos señalar
sólo dos.
La primera es la política del gobierno
estadounidense en el 30 y ahora. En
quella oportunidad, Andrew Mellon,
por entonces secretario del Tesoro, pronunció
una frase que se haría famosa:
«Liquiden, liquiden acciones, liquiden
propiedades. Así se purga lo que está
podrido en el sistema». Pero la purga
se convirtió en una diarrea incontenible
que desembocó en la Gran Depresión.
Ahora, habiendo aprendido de
aquella experiencia –y de las consecuencias
que tuvo haber experimentado
con esa política en el caso de Lehman
Brothers–, el gobierno pone plata
y más plata para salvar al sistema
podrido.
Una segunda diferencia, a nuestro
entender la más importante, es la
siguiente. En el 30, después de tres años
terroríficos de quiebras y caída en picada
de la economía mudial, Estados Uni-
dos, que fue el último en salir de la depresión,
logró superarla con dos mecanismos.
Uno fue el New Deal de Roosevelt:
un faraónico plan de obras públicas
(represas hidroeléctricas, carreteras, etcétera).
El otro, como dijo con todo cinismo
un comentarista, fue «ese verdadero
Plan Marshall que fue la Segunda Guerra
Mundial», con ingentes inversiones
del Estado en la industria de guerra. Todo
esto, sumado a la succión de mano de
obra obrera destinada a los frentes de
batalla –que provocó la proletarización
masiva de las mujeres– significó una
reactivación fenomenal de la industria,
una baja sustancial del desempleo… y un
aumento gigantesco de la plusvalía extraída
a los trabajadores, con la consiguiente
alza de la tasa de ganancia de los capitalistas.
En síntesis, la superación de la
crisis y la depresión económicas.
Ahora también el Estado yanqui
está haciendo gigantescas inversiones
para tratar de frenar la crisis y evitar
la depresión. Pero no son inversiones
productivas sino regalos al sistema
financiero. No aumentan el empleo
productivo ni tampoco aumentan, por
lo tanto, la masa de plusvalía. No reducen
sino que incrementan la sobreacumulación
de capital. Por lo tanto, no
hacen crecer la tasa de ganancia sino
que contribuyen a bajarla aún más,
profundizando la razón central de la
crisis.14
Los defensores de la «desregulación»
y la «libertad de mercado» arguyen que
el New Deal se aplicó tres años después
de iniciada la crisis, y no fue para evitarla
sino para salir de la depresión. En
eso tienen razón, pero lo que están
diciendo es que no se debe aplicar la
única medida racional: estatizar sin
ninguna indemnización todo el sistema
financiero y a los monopolios en
general. Es lógico, eso significaría destruir
a la gran burguesía mundial.
Esto no significa, sin embargo, que
la depresión sea inevitable.
Hay factores importantes que contrarrestan
esta tendencia. Uno es que la
crisis provoca destrucción de capital, y
aunque destruye toda clase de capitales,
lo que más destruye –por lo menos en
sus inicios– es capital financiero. Otro
es que el Estado yanqui, aunque todavía
no está a la vista una gran guerra como
la de 1939-45, está haciendo descomunales
inversiones en la industria militar,
una inversión destructiva pero que es
productiva de plusvalía. Y otro es que la
recesión aumenta la desocupación y, por
esta vía, hace bajar el salario de los trabajadores
de todo el mundo, aumentando
así la tasa de plusvalía.
Lo que está en curso, pues, es una
carrera contra reloj entre las tendencias
que empujan hacia el agravamiento de
la crisis y la depresión económica y las
que actúan en sentido contrario. El
desenlace dependerá de cuál de estas
tendencias llegue primero a la meta. Y
un factor de primer orden en ese sentido
será la lucha de clases, la resistencia
que opongan los trabajadores y pueblos
del mundo, en especial los de los países
imperialistas, a esta redoblada ofensiva
explotadora del capital.
¿«DESACOPLE» DE LOS
«PAÍSES EMERGENTES»?
Algunos economistas sostuvieron
que el raudo crecimiento de China, la
India, etcétera, con el consiguiente
desarrollo de sus mercados internos,
impedirá una depresión mundial. Y
que, en consecuencia, los países
«emergentes» (léase «semicoloniales»)
que exportan commodities (petróleo,
metales, soja y demás cereales, etcétera)
no serían arrastrados por (se
«desacoplarían» de) la crisis económica
en los países «centrales» (léase
«imperialistas»).
Más de un gobernante de un país
atrasado se unió a ese coro. Ésta es la
versión libre de sus declaraciones. El
brasileño Lula dijo: «Sobre la crisis pregúntenle
a los yanquis, no a nosotros
que no estamos en crisis». La argentina
Cristina Kirchner se burló de las
grandes potencias en crisis y dijo:
«Nosotros, en cambio, estamos firmes
desarrollando una política productiva».
El ministro de Economía de la chilena
Bachelet afirmó que los efectos sobre
la economía de su país serían mínimos.
El venezolano Chávez hizo un diagnóstico
similar.
Poco tiempo después tuvieron que
tragarse la lengua. Los precios de las
commodities se desplomaron. El
barril de petróleo bajó de 140 dólares
a 80; el de la soja, de 600 dólares la
tonelada a menos de 400, el del
cobre… Las Bolsas, aunque a ritmos
desiguales –algunos violentos, como
Argentina y Brasil, otros hasta ahora
moderados, como Venezuela–, empezaron
a seguir las oscilaciones de Wall
Street, Tokio y Europa. Comenzó una
acelerada fuga de capitales. El «desacople
» absoluto había sido una vana
ilusión. Lo que hasta ahora ocurre en
los países atrasados es un «desacople»
relativo, porque todavía no están en
recesión –una baja o «crecimiento
negativo» del PBI– sino que crecen
mucho más lentamente que hasta el
año pasado: sus economías se «desaceleran
».
¿Por qué sucede esto? Porque
China exporta gran parte de su producción
a los países imperialistas, en
especial a Estados Unidos (el 40%).
Algo similar ocurre con la India. Si
los países imperialistas en recesión
compran menos, China y la India,
simétricamente, deberán producir
menos, a menos que compensen la
baja de sus exportaciones con un crecimiento
equivalente de sus mercados
internos. Pero esto último es prácticamente
imposible porque en esos
países se explota al poletariado por
salarios que, en dólares, son muchísimo
más bajos que los de los países
imperialistas, y las clases medias de
alto poder adquisitivo constituyen una
pequeñísima proporción de la población.
Por lo tanto:
Caída de las exportaciones de
China y la India
+
No crecimiento equivalente
del mercado interno
=
Menos demanda de sus productos
=
Menos producción industrial
y menos consumo
=
Menos importaciones de commodities
industriales y agropecuarias
=
Graves problemas en los
«países emergentes» que exportan
esas commodities
El «desacople» relativo de los países
atrasados, que ya es difícil de mantener
con el actual panorama recesivo
de las principales economías imperialistas,
se hará imposible si se inicia una
depresión. Las consecuencias serían
terribles: crecimiento de la desocupación,
baja salarial, hundimiento de una
amplia franja de las clases medias y
nuevo saqueo –¡uno más!– de las riquezas
de esos países por parte del imperialismo.


III
La lucha
interimperialista
por el
reparto del mundo


Hace dos años, Perspectiva Marxista
Internacional –la revista de nuestra
corriente– publicó el artículo «La
guerra contra Irak – Hacia un nuevo
reparto del mundo»15. En él retomábamos
las definiciones leninistas sobre el
carácter del imperialismo, uno de cuyos
rasgos esenciales es la permanente
lucha entre los países imperialistas por
el reparto del mundo:
Lenin, en su libro El imperialismo,
fase superior del capitalismo16, señaló,
entre otras, las siguientes leyes:
1) La colonización es inherente al
imperialismo: «Cuanto más
desarrollado está el capitalismo…
tanto más encarnizada es
la lucha por la adquisición de
colonias» (págs. 274-275).
2) No hay «repartos del mundo»
permanentes entre los imperialismos:
«…el rasgo más característico
del período [imperialista]
es el reparto definitivo del
planeta, definitivo no en el sentido
de que sea imposible repartirlo
de nuevo –al contrario,
nuevos repartos son posibles e
inevitables» (págs. 268-269).
3) Las «treguas» y «alianzas pacíficas
» entre imperialismos son
transitorias; la tendencia es a
resolver las contradicciones
interimperialistas por la fuerza:
«…bajo el capitalismo no se
concibe otro fundamento para
el reparto de las esferas de
influencia, de los intereses, de
las colonias, etcétera, que la
fuerza de quienes participan en
el reparto, la fuerza económica
general, financiera, militar, etcétera.
[…] Por eso las alianzas
“interimperialistas” o “ultraimperialistas”
en el mundo real
capitalista… no pueden ser inevitablemente
más que “treguas
entre las guerras”».
Estas leyes siguen totalmente vigentes,
pero con una especie de paréntesis
histórico, que va entre 1945 y fines de
los años 80, período en el cual lo característico
son las «alianzas pacíficas
interimperialistas» para enfrentar el
ascenso revolucionario mundial. […]
Pero a partir del año 1990 se abre
una nueva etapa de repartición del planeta,
esta vez con tierras que no tenían
«dueños» imperialistas: las repúblicas
de la ex URSS, las repúblicas de
la ex Yugoslavia, los ex Estados obre-
ros del Este. E incluso algunos países
independientes, como Irak.
Al ser derrotado el ascenso revolucionario,
dejó de existir el enemigo
común que unía a los distintos imperialismos,
y con ello la situación cambia
abruptamente. Por un lado, se vuelve
a las guerras coloniales abiertas. Por
otro, pasan a un primer plano los intereses
de cada imperialismo y se plantea
de hecho una lucha, hasta ahora
pacífica, entre ellos por un nuevo reparto
del mundo. […]
En el marco del nuevo reparto del
mundo, hasta ahora no ha habido guerras
interimperialistas, todas han sido
coloniales. […]
La actual crisis económica mundial
exacerba enormemente las peleas interimperialistas
por el reparto del mundo.
Peleas en las que también intervienen
los países semicoloniales que se desarrollaron
a saltos durante las dos últimas
décadas. Y aunque no está a la
vuelta de la esquina una gran guerra
entre estos países, la disputa se manifiesta
con toda crudeza en el terreno
económico.

TODOS CONTRA TODOS

Los acuerdos de salvataje bancario
pergeñados por el G7 y consortes pueden
dar la sensación de que las burguesías
han limado sus contradicciones
para, unidas, poner el pecho a la
crisis ecnómica. Nada más lejos de la
verdad: sin esa reunión, la estrategia
de salvar a los grandes bancos habría
sido aplicada igual, puesto que, como
ya vimos, es inherente al carácter de
esos Estados, dominados por la oligarquía
financiera. Lo que en realidad
ocurre es que no hay tal «frente único»
de los países imperialistas, sino todo lo
contrario: una feroz disputa de todos
contra todos, en la que cada burguesía
se empeña en salvar a sus bancos, a
expensas de las otras.
Veamos un ejemplo. Irlanda fue la
primera burguesía europea que reaccionó
ante el peligro de una corrida de
depositantes garantizando los depósitos,
pero sólo en los bancos irlandeses.
La un tanto desplumada águila imperial
británica se enfureció: «¡Es inadmisible!
¡Estos irlandeses hijos de una
mala madre van a provocar una corrida
contra nuestros bancos, porque
todos los depositantes van a sacar la
plata de los nuestros para ponerla en
los de ellos!».
Poco después, Islandia estatizó sus
tres bancos más importantes y garantizó
los depóstios de los islandeses, pero no
los de los extranjeros… La reacción del
Reino Unido fue descripta de esta manera
por la periodista Graciela Iglesias17:
No será una declaración de guerra,
pero es lo más cercano en términos
legales y económicos: el gobierno británico
ordenó ayer el congelamiento –y
eventual incautación– de todos los fondos
de empresas e instituciones islandesas
depositados en la City londinense.
[…]
El gobierno islandés garantizó hace
unos días los depósitos nacionales pero
no los extranjeros. Nada más conocer
esa decisión, el primer ministro británico,
Gordon Brown, anunció que
tomaría medidas contra Islandia. […]
«El ente regulador financiero de
Islandia no sólo les falló a los islandeses,
también a los ciudadanos británicos.
Por lo tanto –anunció– estamos
congelando todos los fondos de las
compañías islandesas en el Reino
Unido a medida que podemos hacerlo.
Hemos iniciado una acción legal por
la transferencia de dinero británico a
las arcas de ese país. Y tomaremos
otras medidas en contra de las autoridades
islandesas para recuperar el
dinero».
La respuesta de su par islandés,
Geir Haarde, no se hizo esperar […]:
«No es muy agradable que el Reino
Unido esté utilizando leyes diseñadas
para congelar los fondos de grupos
terroristas en contra de mi país».
Un ejemplo más. Como ya vimos,
Estados Unidos aumentó el seguro estatal
a los depósitos de 100.000 a 250.000
dólares; Alemania subió al máximo la
apuesta: aseguró el monto total de los
depósitos. ¡Gran tentación para los
depositantes de pasarse de los bancos
yanquis a los alemanes!
Los mismo ocurre en otros terrenos,
como por ejemplo el de las tasas de
interés. Estados Unidos y Europa acordaron
bajarlas para inyectar dinero en
el sistema financiero (Japón no lo hizo
porque su tasa de interés ya es bajísima:
0,5%). Pero las tasas europeas
siguen siendo bastante más altas que las
de Estados Unidos, porque los europeos
siguen preocupados por el peligro de
la inflación y por la caída del euro frente
al dólar, que ya está en curso pero se
agravaría si bajan demasiado la tasa de
interés, mientras que en Estados Unidos
prefieren que haya inflación si eso
ayuda a paliar la crisis y, dentro de la
tragedia, están felices de que todo el
mundo corra a refugiarse en la supuesta
seguridad de los Bonos del Tesoro
yanquis (que pueden emitir a troche y
moche), haciendo ingresar al país
torrentes de dólares todos los días.
Aprovechando la situación en Estados
Unidos, Europa –con el presidente
francés Sarkozy como punta de
lanza– pasó a la ofensiva (al menos en
el terreno diplomático):
La Unión Europea quiere […] algo
así como un segundo Bretton Woods
[…] Bush, en cambio, se muestra reticente
a reformar profundamente el sistema
y considera «esencial» preservar
«los fundamentos del capitalismo
democrático» porque cree «firmemente
en la libertad de los mercados».18
Aparentemente, la diferencia radica
en si hay que regular o no el mercado
financiero, con Bush peleando para
que siga tan libre y desregulado como
hasta ahora. Pero en el fondo hay algo
tanto o más importante. La referencia
a Bretton Woods evoca el respaldo en
oro para el dólar. El imperialismo yanqui,
con Bush, con Obama o con
McCain, resistirá con uñas y dientes
cualquier intento de volver a esa situación,
porque eso cuestionaría el papel
del dólar como único medio de pago
universal… y la capacidad del Tesoro
yanqui de emitir tantos billetes de dólar
como se le dé la gana.
Las contradicciones interimperialistas
no se agotan en las diferencias
Estados Unidos-Europa. En la Unión
Europea, cada burguesía afila sus dien-
tes contra las otras. Inglaterra no adoptó
el euro, con lo cual su política monetaria
se mantuvo independiente de la
del Banco Central Europeo. Dentro de
la eurozona, Francia planteó que para
poner el dinero necesario para el salvataje
debía aumentar su déficit fiscal
por encima del límite del 3% del PBI
establecido en los acuerdos de Maastricht
que dieron origen a la moneda
común; Alemania respondió con una
rotunda negativa. Finalmente acordaron
«flexibilizar» ese requisito, pero eso
abrirá la pelea sobre el grado de «flexibilización
». Y aunque terminen acordando
Alemania y Francia, buen lío van
a tener con Italia, que ya tenía problemas
con ese límite antes de esta crisis,
hasta el punto que un sector de la burguesía
había empezado a exigir se abandonara
el euro y se voliera a la vieja
moneda nacional, la lira. De conjunto,
esta crisis está amenazando la existencia
misma de la Unión Europea.
Viene a cuento transcribir lo que
decíamos al respecto en «La crisis económica...»:
Hace ya dos años tuvimos una discusión
con camaradas que sostenían
que la Unión Económica Europea era
un «protoestado», es decir, un proceso
en curso de disolución de los Estados
nacionales hacia la conformación de
un Estado único en Europa imperialista.
Les contestamos que estaban
totalmente equivocados. Sin duda,
había elementos aparentes de «disolución
» de los Estados nacionales: el
plan de la moneda única, las instituciones
políticas supranacionales, etcétera.
Pero las burguesías imperialistas
de cada país europeo-occidental seguían
existiendo, y por eso también seguían
existiendo las «columnas vertebrales
» de sus respectivos Estados nacionales:
las fuerzas armadas.
Vamos a creer que Europa se convierte
en un solo Estado el día en que
los burgueses alemanes, franceses, italianos,
españoles… renuncien a tener
sus propios ejércitos en aras de un ejército
único de toda Europa. ¿Por qué no
lo hacen? Desde la Santa Alianza, la
masacre de la Comuna de París, la guerra
civil en España y la ofensiva nazifascista
en la Segunda Guerra, está
demostrado que un ejército multinacional
es altamente eficiente para
aplastar los procesos revolucionarios.
No hacen ni harán un ejército europeo
–y, por lo tanto, no habrá un Estado
europeo– porque la FIAT quiere un ejército
italiano que la defienda, como la
Mercedes-Benz quiere un ejército alemán
que la defienda.
Como «dinosaurios marxistas» que
somos, sostenemos que la burguesía, por
su propio carácter de clase, es incapaz de
superar las dos trabas que ella misma ha
impuesto al progreso de la Humanidad:
la propiedad privada de los bienes de producción
y las fronteras nacionales. Seguimos
creyendo que «la política es economía
concentrada» y que «la guerra es la
continuación de la política por otros
medios». Seguimos creyendo que estas
leyes mantienen todo su vigor, no sólo
para la lucha de clases entre la revolución
obrera y la contrarrevolución burguesa
sino también para la lucha entre
diferentes burguesías nacionales y entre
sectores de la propia burguesía. Seguimos
creyendo que las relaciones de mercado
son relaciones de conflicto, no de armonía,
desde el momento en que se basan
en la competencia, en la superviviencia
de los más ricos y poderosos y el aniquilamiento
de los más débiles y pobres. Por
eso seguimos creyendo que el capitalismo
amenaza con llevar a la humanidad
a la barbarie y que, aunque puedan unirse
las burguesías ante el peligro de la
revolución o competir en paz en los períodos
de auge económico, seguirán desarrollando
sus tendencias más profundas,
que son agresivas, belicistas, cuando la
crisis económica las obligue a ello. Y
para eso necesitan el Estado.
Finalmente, también se agudizarán
cada vez más las contradicciones entre
los países imperialistas y los semicoloniales,
por varias razones.
En primer lugar, porque los diferentes
países imperialistas disputan entre
ellos la tajada que sacan de los países
semicoloniales. En América latina, por
ejemplo, el gran inversor sigue siendo
Estados Unidos, pero en las últimas
décadas entró con todo el capital español.
Cuando más grave sea la crisis económica,
más dura será la pelea por quedarse
con la parte del león de la plata
que sacan de explotar a esos países y a
sus trabajadores. Y bastará con que una
burguesía nacional se incline por uno de
ellos para que automáticamente entre
en conflicto con el otro.
En segundo término, porque el acelerado
crecimiento industrial de países
como China y la India, aunque durante
el período del «boom post derrota
de la clase obrera mundial» haya resultado
en relaciones armoniosas entre
estos países y sus clientes imperialistas,
ahora exacerba los puntos de conflicto.
Trotsky explicó las razones estructurales
de esta tendencia:
De conjunto, Lenin atribuye la
desigualdad a dos cosas: primero al
ritmo y segundo al nivel del desarrollo
económico y cultural de los distintos
países. En relación al ritmo, el
imperialismo ha incrementado la desigualdad
hasta su punto más alto; pero
en relación al nivel de los distintos
países capitalistas, ha originado una
tendencia de nivelación precisamente
a causa de la variación del ritmo. El
que no comprenda esto no comprende
el núcleo de la cuestión. Tomemos
a Inglaterra y a la India. El desarrollo
capitalista en ciertas partes de la
India es más rápido que lo que fue el
desarrollo capitalista en Inglaterra en
sus comienzos. La diferencia, la distancia
económica entre Inglaterra e
India ¿es hoy mayor o menor que hace
cincuenta años? Es menor. […] Por lo
tanto, el ritmo es tan desigual como
nunca antes en la historia, pero el
nivel de desarrollo de estos países se
ha aproximado mucho más que hace
treinta o cuarenta años. ¿Qué conclusiones
se deben sacar de esto?
¡Unas muy importantes! Precisamente
el hecho de que en ciertos países
atrasados, en el período reciente, el
ritmo de desarrollo se haya vuelto más
y más febril, mientras que en ciertos
viejos países capitalistas el desarrollo
se ha desacelerado o incluso ha retrocedido,
precisamente este hecho hace
imposible la hipótesis kautskiana de
un superimperialismo sistemático
organizado, porque en los distintos
países que se aproximan unos a otros
en nivel –sin alcanzar nunca la igualdad–,
los recelos, la necesidad de mercados
y materias primas, se desarro
llan idénticamente. Por esta misma
razón, el peligro de la guerra se está
volviendo constantemente más agudo,
y esas guerras deben tomar formas
cada vez más gigantescas. Precisamente
por esto se asegura y profundiza
el carácter internacional de la revolución
proletaria.19
Si comparamos el crecimiento del
PBI de los países imperialistas por un
lado, con el de China y la India por el
otro, vemos que estas leyes han actuado
a la perfección durante estas dos
últimas décadas. Y esto nos lleva a la
cuestión de la guerra. No está en el
horizonte cercano una nueva gran guerra
interimperialista por el reparto del
mundo como la de 1914-1918; la abrumadora
superioridad militar de Estados
Unidos disuade por el momento a
los restantes países de semejante aventura.
Lo que sí se acerca cada vez más
es la multiplicación de las guerras «por
interpósita persona», es decir, en territorios
ajenos, de un país imperialista
contra otro y/o de un país imperialista
contra uno semicolonial que se haya
desarrollado a saltos en este período.
Unos pocos ejemplos. La reciente guerra
entre Rusia y Georgia fue, en realidad,
una guerra entre Rusia y Estados
Unidos por el control del petróleo del
Caspio. La reactivación de las maniobras
navales yanquis en el Atlántico Sur
han sido vistas por los brasileños como
una avanzada norteamericana para
apropiarse de la explotación de los
grandes yacimientos petroleros offshore
recientemente descubiertos en las
costas brasileñas, a lo cual respondieron
con la propuesta de una especie de
frente militar permanente en el Cono
Sur. Chávez pacta con Rusia acuerdos
de cooperación militar y la compra de
material bélico.
Y, lo más significativo de todo: son
cada vez más los países que han abierto
de hecho una nueva carrera armamentista
al aumentar sustancialmente
sus presupuestos militares. Entre ellos
se cuentan –no es casual– Estados Unidos,
Rusia, la India y China, esta última,
con el desarrollo de una flota de
guerra de altamar que, al decir de algunos
especialistas, no tiene precedentes
en su historia desde el siglo XV.
IV
Un sistema condenado
a perecer
Esta crisis económica que estamos
viviendo ha sido tierra fértil para las
más variadas especulaciones sobre el
futuro.
Unos dicen que cambiará el carácter
del sistema capitalista, hacia una
estricta regulación del sistema financiero
mundial y hacia la aplicación de
políticas «keynesianas», de «Estado de
bienestar» como fue el New Deal. Los
marxistas respondemos que no sabemos
si eso volverá a aparecer en la
escena histórica, pero si tal cosa ocurre
será algo efímero porque, como ya
hemos señalado, lo que condujo a esta
crisis fue la acción de las leyes más profundas
del sistema capitalista en su
etapa de putrefacción y máximo parasitismo
imperialista.
Otros dicen que se acaba el «imperio
» de Estados Unidos y vamos hacia
un mundo «multipolar». Puede ser,
pero los marxistas sostenemos que
semejante cambio sólo se puede dar a
través de la guerra porque, con crisis o
sin ella, el imperialismo yanqui no se
va a dejar sacar nada sin luchar.
Están también los que pronostican
que se acaba la «globalización». Efectivamente,
si el mundo cae en una
depresión económica profunda y prolongada,
la globalización cederá el paso
a políticas proteccionistas con las que
cada burguesía intentará salvarse por
su cuenta. Pero eso no significa que
nunca volverá a haber globalización.
Como decíamos en «La crisis económica…
»:
[…] este fenómeno [la globalización]
no es inédito, […] justo antes de
la Primera Guerra Mundial, esa libertad
[del capital para entrar y salir de
cualquier país] era todavía más amplia
que la que hay ahora. Y los yanquis,
que emergieron como imperialismo
dominante después de la Segunda Guerra,
han estado peleando décadas para
«globalizar» cada vez más, ya que eso
significaba acentuar su dominio sobre
la economía mundial.
De cualquier manera, ha habido un
cambio respecto de la situación que
conocimos desde la Primera Guerra
Mundial […] Y ni que hablar de después
de la Segunda Guerra, donde un
tercio del planeta, los Estados obreros,
y muchos países semicoloniales con
regímenes nacionalistas burgueses
impusieron un control –absoluto en el
primer caso, bastante fuerte en el
segundo– a través del monopolio estatal
del comercio exterior u otras normas
arancelarias, impositivas y jurídicas.
Un factor esencial para que hoy la
«libertad de comercio» sea tan grande
es la derrota que ha sufrido el ascenso
revolucionario, que dejó a merced del
imperialismo a los países atrasados y
a los Estados obreros burocráticos»
(énfasis nuestro).
Es decir, la globalización también
es una tendencia profunda del capitalismo
imperialista; que la logre imponer
depende en gran medida de la lucha
de clases.
De lo que nadie habla –excepto
algunos revisionistas del marxismo parcialmente
arrepentidos (véase «El reformismo
de izquierda y la crisis económica
», en pág. 53)– es de que el capitalismo
está condenado a desaparecer.
Hegel, en su Filosofía del Derecho,
escribió una de sus frases más conocidas
–y discutidas–: «Lo que es racional
es real, y lo que es real es racional».
Contra las interpretaciones místicas o
idealistas-subjetivas de esta afirmación,
Engels dijo:
[…] según Hegel, la realidad no es,
ni mucho menos, un atributo inherente
a una situación social o política
dada en todas las circunstancias y en
todos los tiempos. […] En 1789, la
monarquía francesa se había hecho tan
irreal, es decir, tan despojada de toda
necesidad, tan irracional, que hubo de
ser barrida por la Gran Revolución, de
la que Hegel hablaba siempre con el
mayor entusiasmo. Como vemos, aquí
lo irreal era la monarquía y lo real la
revolución. Y así, en el curso del desarrollo,
todo lo que un día fue real se
torna irreal, pierde su necesidad, su
razón de ser, su carácter racional, y el
puesto de lo real que agoniza es ocupado
por una nueva realidad viable;
pacíficamente si lo viejo es bastante
razonable para resignarse a morir sin
lucha; por la fuerza si se opone a esa
necesidad. De este modo, la tesis de
Hegel se torna, por la propia dialéctica
hegeliana, en su reverso: todo lo que
es real, dentro de los dominios de la
historia humana, se convierte con el
tiempo en irracional; lo es ya, por consiguiente,
por el destino que le espera;
lleva en sí, de antemano, el germen de
lo irracional; y todo lo que es racional
en la cabeza del hombre se halla destinado
a ser un día real, por mucho que
hoy choque todavía con la aparente
realidad existente. La tesis de que todo
lo real es racional se resuelve, siguiendo
todas las reglas del método discursivo
hegeliano, en esta otra: todo lo que
existe merece perecer.20
Si alguna conclusión se puede sacar
de esta crisis económica, es la siguiente:
en esta etapa imperialista de descomposición
y decadencia, el sistema
capitalista de conjunto no es racional,
es irracional. ¿Por qué? Porque, por
un lado, generó las condiciones tecnológicas
y científicas y de desarrollo productivo
suficientes para que todos los
hombres del mundo vivan con sus
necesidades materiales y espirituales
satisfechas y en paz, pero, por otro
lado, condena a la inmensa mayoría de
la Humanidad a la ignorancia, al
embrutecimiento, a la miseria más
espantosa y a las guerras. Si ya no es
racional, el sistema capitalista tampoco
es real, porque ya no responde a una
necesidad histórica. Por lo tanto, está
condenado a perecer.
¿Qué es, entonces, lo racional y
real? «Todo lo que es racional en la
cabeza del hombre», y lo único racional
que se puede oponer al desastre
capitalista es la sustitución de este sistema
por una sociedad sin explotadores
ni explotados, en la que la producción
de la riqueza esté conscientemente
planificada, y la distribución de esa
riqueza responda a las necesidades de
los hombres. Lo racional y real es, pues,
el comunismo, «por mucho que hoy
choque todavía con la aparente realidad
existente».
Con la restauración del capitalismo
en la URSS y demás Estados obreros,
los propagandistas de la burguesía se
empeñaron en demostrar que lo irracional
era el socialismo y lo racional el
capitalismo. Pero una lectura científica
del proceso histórico demuestra
exactamente lo contrario. Primero, porque
el solo hecho de que se hayan producido
y triunfado revoluciones socialistas
demuestra que, como sostuvieron
Marx y Engels, ésa era la necesidad histórica.
Segundo, porque a pesar de esa
monstruosa degeneración burocrática
que significó la contrarrevolución estalinista,
los setenta años de existencia
de la URSS demostraron la viabilidad
de la economía sin burgueses y planificada,
y el hecho de que durante un
período la URSS le ganara a Estados
Unidos la carrera espacial reafirmó su
superioridad potencial. Y tercero, porque
todos estos logros se conquistaron
en un país atrasado como era Rusia, y
si no se extendieron y multiplicaron por
mil fue por la traición de los estalinistas
de todo pelaje –desde Stalin hasta
Castro, pasando por Mao–, que impidieron
que triunfara la revolución
socialista a escala mundial, requisito
indispensable para forjar una economía
superior a la capitalista.
Engels no llegó a ver más que los
primeros años del imperialismo. Lenin,
Trotsky, Rosa Luxemburg y los demás
marxistas revolucionarios que de fines
del siglo XIX y comienzos del siglo XX,
que fueron testigos de la carnicería de
la Primera Guerra Mundial y de los inicios
del fascismo, reafirmaron que el
capitalismo estaba condenado a perecer
y que la única salida racional era el
comunismo. Pero agregaron que había
otra alternativa histórica: que en su descomposición
y decadencia, el imperialismo
terminara arrojando a la Humanidad
a la barbarie. Por eso, hacer la
revolución socialista a escala mundial
pasaba a ser no sólo una necesidad histórica
sino también una necesidad
urgente.
Trotsky pudo ver, antes de ser asesinado
por los sicarios de Stalin, la
Gran Depresión, el triunfo del nazismo
en Alemania y el comienzo de la Segunda
Guerra Mundial. Formuló entonces
un diagnóstico y un programa que conservan
toda su vigencia en la actualidad:
el Programa de transición. Allí
decía: «Las condiciones objetivas de la
revolución no sólo están maduras sino
que han empezado a descomponerse».
Y definía: «La crisis de la Humanidad
se reduce a la crisis de su dirección
revolucionaria».
La crisis económica que estamos
viviendo vuelve a poner en evidencia la
realidad de la primera frase. La segunda
merece más explicación. Para
Trotsky, como para nosotros, si no se
hace la revolución socialista, vamos a
la barbarie, y si no hay una dirección
revolucionaria que oriente al proletariado
a la toma del poder, la revolución
socialista no puede triunfar. Y esa crisis
de dirección revolucionaria se ha
hecho muchísimo más aguda: hasta
donde conocemos –conocemos muy
poco–, los marxistas consecuentes
hemos quedado reducidos a unos pocos
centenares en todo el mundo.
En la situación que hemos vivido
durante las dos últimas décadas, de
ascenso económico del capitalismo y
derrota profunda de la clase obrera,
nuestras ideas y nuestra propia existencia
parecían «irreales». Pero esta crisis
cambia la situación mundial. No
sólo porque pone al desnudo la «irrealdad
» del sistema capitalista, sino también
porque ha abierto una profunda
crisis política en las filas del enemigo
de clase.
Lenin decía que se abría una situación
revolucionaria cuando «los de
arriba no pueden» seguir gobernando
como hasta entonces y «los de abajo no
quieren» seguir sufriendo las calamidades
que les imponen los de arriba.
Hoy es evidente que «los de arriba no
pueden»: ninguna de las medidas que
han tomado logró evitar que la crisis se
siga agravando.
En cuanto a los de abajo, tenemos
una fe ciega en que reaccionarán con
furia arrolladora ante el desastre que ya
está en curso. La reciente huelga general
convocada en Italia al margen de los
sindicatos tradicionales por sindicatos
autónomos, que tuvo un cumplimiento
parcial pero mucho más amplio que el
área de influencia de estos últimos y
que fue acompañada por una manifestación
de 300.000 personas (200.000
según la policía) mostró la capacidad
de lucha de las masas. Confiamos en
que estallidos como éste se multiplicarán
al compás de los intolerables sufrimientos
que la crisis económica arrojará
sobre los trabajadores y los pobres.
Sin embargo, las burocracias sindicales,
la socialdemocracia, los Castro y
los Chávez, el estalinismo reciclado, la
vieja izquierda no estalinista que capituló,
los revisionistas de todo pelaje,
todos ellos darán ahora una voltereta
hacia la izquierda para tratar, primero,
de ponerse al frente de las movilizaciones;
luego, de controlarlas burocráticamente,
y por último de llevarlas a
la vía muerta del régimen democrático
burgués.
Por eso es urgente la construcción
de una dirección que defienda que la
revolución socialista es la única alternativa
progresiva a la descomposición
del capitalismo. Esa dirección no
puedo ser otra que un partido internacional
marxista revolucionario de la
clase obrera, que sea capaz de guiar
esas movilizaciones, objetivamente
revolucionarias, hacia la toma del
poder por el proletariado, primer paso
de la revolución socialista. Que haya
movilizaciones masivas no depende de
nosotros. Lo que sí depende de nuestra
acción consciente es la construcción
de esa dirección.
Partimos de una situación desfavorable.
Los crímenes y traiciones de la
burocracia estalinista desprestigiaron al
marxismo. Su última y colosal traición,
la restauración del capitalismo en la
URSS y demás Estados obreros, alimentó
la apabullante campaña de la
burguesía y sus plumíferos sobre la
«muerte del comunismo». El triunfo de
la contrarrevolución burguesa sobre la
revolución socialista, cuyo punto culminante
fue la caída de la URSS, puso
en evidencia cuán superficial era la
adhesión al marxismo de la inmensa
mayoría de los intelectuales que así se
declaraban y de la casi totalidad de las
organizaciones de izquierda, que se
integraron al régimen democrático burgués.
Si los marxistas revolucionarios
quedamos reducidos a la mínima expresión,
al borde de desaparecer por completo,
no fue primordialmente por nuestros
errores –que fueron muchos e
importantes–, sino porque nuestros enemigos
de clase nos fueron derrotando
al ritmo en que iban triunfando sobre
la clase obrera mundial.
Pero el marxismo, a lo largo de más
de un siglo y medio, echó raíces profundísimas
en todos los terrenos de la
existencia humana. La contrarrevolución
capitalista arrasó con casi todo,
pero no logró arrancar las raíces. Esta
crisis, al poner al desnudo la decadencia
y putrefacción del sistema capitalista,
servirá de catalizador para que el
marxismo revolucionario, el de Marx,
Engels, Lenin y Trotsky, renazca con
toda su potencia teórica, programática,
política y moral. No es casual que El
capital de Marx se haya convertido en
best seller en Alemania. Es sólo un síntoma
de lo que vendrá: miles y miles de
trabajadores de vanguardia, de estudiantes,
de jóvenes, de intelectuales, que
sienten repugnancia y odio por este sistema
podrido «redescubrirán» en el
marxismo revolucionario una herramienta
para comprender la realidad
y una orientación para transformarla
radicalmente, es decir, una guía para la
acción revolucionaria. El objetivo de
estas líneas es hacerles llegar una visión
de la realidad que los impulse a la tarea
de construir una dirección capaz de
encauzar hacia la toma del poder y la
revolución socialista el enorme potencial
de combate de nuestra clase y de los
sectores empobrecidos y explotados del
pueblo. Una tarea que comienza por
prepararse teórica y políticamente:
entender qué está pasando y elaborar
un programa que dé una respuesta marxista
revolucionaria.


Notas
1. Revista Panorama Internacional, Nº 8.
2. Clarín, Buenos Aires, 19-10-08.
3. Ídem.
4. Ídem.
5. Karl Marx, El capital, Tomo III, Sección Tercera:
«Ley de la tendencia decreciente de la
tasa de ganancia», Fondo de Cultura Económica,
México, 1971, traducción de Wenceslao
Roces, pág. 249, énfasis nuestro.
6. Ídem.
7. León Trotsky, Sobre la cuestión de las tendencias
en el desarrollo de la economía mundial.
8. Nahuel Moreno, Charla preparatoria de la
Conferencia Mundial de la LIT-CI, diciembre
de 1984, desgrabación.
9. León Trotsky, En defensa del marxismo, El
Yunque, Buenos Aires, 1972, pág. 104, énfasis
nuestro.
10. Richard Freeman: China, India and the doubling
of the global labor force: who pays the
price of globalization?, citado en Juan Chingo:
«Crisis y contradicciones del “capitalismo
del siglo XXI”», Estrategia Internacional
Nº 24, págs. 32-33.
11. Alan Greenspan, «Las raíces de la debacle
hipotecaria», La Nación, Buenos Aires, 13-
12-07, suplemento «Economía & Negocios».
12. Clarín de Buenos Aires, 24-6-2007, suplemento
«IECO», énfasis nuestro.
13. Jorge Beinstein, La larga crisis de la economía
global, Corregidor, Buenos Aires,1999.
14. Cuando cerrábamos este artículo, Bush
propuso que el Estado yanqui también
invirtiera en actividades productivas, como
obras de infraestructura: una especie de
New Deal preventivo; veremos qué hace su
sucesor.
15. Perspectiva Marxista Internacional, Nº 1,
noviembre de 2003).
16. V. I. Lenin, El imperialismo, fase superior
del capitalismo, Cartago, Buenos Aires,
1960.
17. La Nación, Buenos Aires, 26-10-08.
18. Clarín, Buenos Aires, 20-10-08.
19. León Trotsky, «Discurso al VIII Pleno
(ampliado) del Comité Ejecutivo de la Internacional
Comunista, 1926», en La teoría de
la revolución permanente, CEIP, Buenos
Aires, 2005, págs. 297-298, énfasis del autor.
20. Friedrich Engels, Ludwig Feuerbach y el fin
de la filosofía clásica alemana.


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Los editores.

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